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Portada » Opinión » El precio del respaldo: ¿hasta dónde debe llegar la alianza con Estados Unidos?

El precio del respaldo: ¿hasta dónde debe llegar la alianza con Estados Unidos?

20 de julio de 2025
Netanyahu promete libre comercio total con EE. UU.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, estrecha la mano del primer ministro Benjamin Netanyahu durante una reunión en el Despacho Oval de la Casa Blanca en Washington, DC, el 7 de abril de 2025. (SAUL LOEB / AFP)

Por cualquier medida histórica, el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, y el expresidente estadounidense, Donald Trump, están moldeando un nuevo orden mundial. Su alianza ha evitado una catástrofe global, pero su éxito exige vigilancia, no complacencia.

Ambos líderes unieron fuerzas para frenar las ambiciones nucleares de Irán y transformar la geopolítica de Oriente Medio. Su colaboración, forjada antes de los Acuerdos de Abraham de 2020, que abrieron lazos diplomáticos entre Israel y varios Estados musulmanes, alcanzó un punto culminante en junio, cuando Trump ordenó un ataque estadounidense contra instalaciones nucleares iraníes subterráneas. Esta operación, un golpe preciso y devastador, reflejó la profundidad de su coordinación estratégica. El impacto pleno de sus acciones solo se entenderá con el paso del tiempo.

Pero la historia judía enseña una lección implacable: el triunfo puede desvanecerse rápidamente si no se somete a límites y control.

La dinastía asmonea encarnó la fuerza y la independencia tras derrotar a los seléucidas. Sin embargo, generaciones después, sus descendientes se hundieron en disputas internas y dependencias externas. En el año 63 a. e. c., Hircano II y Aristóbulo II, herederos asmoneos, se enfrentaron por el trono y recurrieron a Roma para dirimir su conflicto. Pompeyo, el general romano, llegó a Jerusalén como supuesto árbitro. En realidad, aplastó la ciudad y sepultó la soberanía judía.

Una riña interna abrió la puerta a la ocupación romana. Un llamado a un aliado poderoso terminó en la pérdida de la libertad.

Esta no es una advertencia obsoleta. Sus ecos resuenan hoy con una claridad escalofriante.

Israel enfrenta ahora una fractura profunda: reformas políticas, el equilibrio entre el poder ejecutivo y judicial, y la legitimidad de sus instituciones dividen a la nación. El juicio por corrupción contra Netanyahu se ha convertido en un abismo que polariza al país. En este torbellino, Trump irrumpió con declaraciones que tildaron el proceso de cacería de brujas, exigiendo su suspensión. Para algunos, esto es un respaldo; para otros, una injerencia descarada. Pero todos reconocen su significado: un líder extranjero metiendo las manos en la política interna de Israel.

No se malinterprete: el apoyo de Trump a Israel es una de las expresiones más contundentes de la alianza israeloestadounidense en la historia reciente. Sin embargo, la historia no miente: incluso las intervenciones amistosas tienen un precio. El favor de un presidente puede mutar en la presión de otro.

Los antecedentes son claros y no admiten discusión.

Bajo Obama, las presiones sobre la política de vivienda israelí, su postura defensiva y la composición de su coalición fueron constantes. En 2011, Obama condenó públicamente la construcción en asentamientos y se abstuvo de usar el veto en el Consejo de Seguridad de la ONU para forzar concesiones. Su injerencia en las elecciones israelíes a través de la organización V15 y su última puñalada en la ONU en 2016 son pruebas irrefutables. Bajo Biden, funcionarios estadounidenses criticaron abiertamente las políticas internas de Israel, mientras legisladores propusieron condicionar la ayuda económica. En ambos casos, voces israelíes, especialmente progresistas, aplaudieron estas condenas externas como herramientas para moldear la política nacional.

Aquí radica el peligro mortal: ya sea la derecha o la izquierda, el oficialismo o la oposición, invitar la intervención extranjera es una apuesta suicida. Una vez que se abre la puerta, no se puede controlar quién entra ni qué exigencias trae.

Estamos en las “Tres Semanas”, desde el 17 de Tamuz, cuando los muros de Jerusalén fueron rotos, hasta el 9 de Av, cuando ambos Templos cayeron. Estos no son solo días de ayuno, sino recordatorios brutales de lo que sucede cuando una sociedad se desgarra desde dentro. El Talmud sentencia que el Segundo Templo no cayó solo por la fuerza de Roma, sino por el sinat jinam, el odio gratuito: judíos contra judíos, facciones destrozándose entre sí. Cuando la división interna se vuelve insostenible, la influencia extranjera llena el vacío.

Eso ocurrió cuando Pompeyo entró en Jerusalén. Eso pasó cuando Roma reemplazó al Sanedrín con sus tribunales. Y eso sucederá de nuevo si cedemos nuestra soberanía por ventajas pasajeras.

Israel no puede permitirse el aislamiento, pero las alianzas estratégicas no deben convertirse en cadenas. La soberanía depende de la confianza interna, no de la aprobación externa. Esto exige una defensa que no se tambalee con los caprichos de la política estadounidense. Exige un sistema judicial que se legitime por su integridad, no por el respaldo o las amenazas del extranjero. Exige que los israelíes, de todos los espectros, resuelvan sus diferencias sin recurrir a potencias externas. Porque cuando no lo hacen, otros lo harán por ellos.

Ya vemos a Trump presionando sobre el destino legal de Netanyahu. El embajador estadounidense, Mike Huckabee, hizo una aparición sin precedentes en la sala donde se juzga al primer ministro, alineándose con el llamado de Trump a detener el proceso. También vemos a la administración Biden opinando sobre las reformas internas de Israel. Y observamos a las facciones israelíes usando estas voces extranjeras para sus propios fines. Pero cada uno de estos actos, desde ambos lados, erosiona lo que debemos proteger a toda costa: nuestra capacidad de gobernarnos a nosotros mismos.

Israel debe alcanzar la autosuficiencia, en lo militar o lo económico y en la justicia, la cohesión y la claridad moral. La soberanía no se sostiene solo con elecciones. Se sostiene con una sociedad capaz de resolver sus crisis sin depender de tribunales, medios o líderes extranjeros.

No podemos volver a ser un Estado vasallo de una Roma moderna.

El rey David advirtió: “No confíes en los príncipes, en el hombre que no puede salvar”. Siglos después, Jeremías lo reiteró: “Maldito el que confía en el hombre… Bendito el que confía en Dios”.

Estas verdades eternas nos recuerdan que depender en exceso de potencias extranjeras, incluso de aliados leales, es arriesgar la independencia que tanto costó recuperar.

Al recordar el pasado y enfrentar el futuro, debemos grabarnos una advertencia: cuidado con lo que pedimos. Un aliado hoy puede exigir un precio mañana. La unidad y la autodeterminación no son lujos, son la base de nuestra supervivencia. Cuando los muros ya están rotos, es demasiado tarde para preguntarse quién abrió la puerta.

Las opiniones y hechos expuestos en este artículo son exclusivos de su autor, y ni JNS ni sus socios asumen responsabilidad alguna por ellos.

Sobre el autor: David M. Abadie es asesor estratégico y dirigente de organizaciones sin ánimo de lucro experto en diplomacia y política internacional.
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