Fue una atrocidad de manual… si es que aún quedaran manuales escolares que enseñan la verdad sobre Oriente Medio. Las aldeas fueron invadidas. Familias enteras ardieron vivas. Niñas fueron violadas en grupo ante los ojos de sus padres, obligados a presenciarlo.
El cabecilla terrorista de Siria —actualmente agasajado por su ofensiva de encanto con traje occidental— es un salafista-yihadista con historial tanto en al-Qaeda como en el Estado Islámico. Naturalmente, los simpatizantes progresistas —hombres y mujeres por igual— lo presentan como un salvador. Mientras tanto, sus tropas yihadistas retomaron sus métodos habituales: masacraron a drusos, cristianos, alauitas, kurdos… a cualquiera que no encajara con el perfil demográfico aprobado por el califato.
El mundo reaccionó como siempre lo hace: con apatía y silencio. Ni siquiera hubo una etiqueta en redes sociales. ¿Árabes masacrando a otros árabes? A nadie le importa.
Entonces intervino Israel. Ataques de precisión. Disuasión rápida. Claridad moral y operativa.
¿El resultado? Un alto el fuego. Una pausa, renuente y frágil, en la masacre sectaria. De pronto, otros países tomaron nota, y el régimen sirio decidió —¡qué curioso!— que tal vez exterminar a minorías no compensaba las consecuencias. Bastaron unos cuantos ataques dirigidos por las FDI para que Damasco recuperara su capacidad de decir “basta”.
Si esto fuera una película de Hollywood, los créditos aparecerían en ese punto: los judíos salvan a los inocentes; suena la música orquestal; Bradley Cooper interpreta a Benjamin Netanyahu y la Academia aplaude.
Pero esto no es Hollywood. Es la realidad, donde los judíos que actúan con moral y heroísmo representan la única trama que nadie se atreve a escribir. En rigor, tampoco se atreven a escribirla en Hollywood.
En lugar de gratitud, el mundo estalló en ira. No contra los salvajes que violaban a niñas, sino contra el único país que se atrevió a detenerlos.
Porque esta es la regla: cuando los árabes violan, queman y despedazan a otros árabes, se trata de “violencia sectaria”, si es que llega a percibirse. Pero si Israel interviene para detener la masacre, entonces se convierte en un crimen de guerra. ¿Por qué?
Porque el problema con Israel nunca ha sido lo que hace. Es lo que es. El Estado judío. Judíos vivos, conscientes y armados. El mundo está lleno de personas que libran guerras sagradas contra Israel; mientras tanto, Israel permanece solo como un pueblo sagrado que libra la suya.
Y eso es lo que realmente incomoda.
La izquierda moderna —una mezcla curiosa de marxistas, burócratas y anarquistas de clase acomodada— afirma defender a las minorías, a los oprimidos, a los marginados, a los olvidados. Pero cuando los musulmanes matan a otros musulmanes —o a cualquiera más—, la izquierda suele distraerse con otras prioridades. Después de todo, los islamistas odian a Occidente, igual que la izquierda.
De ahí proviene la moda del keffiyeh: símbolo de genocidio colonialista, que niños malcriados —de todas las edades— usan sin ironía mientras denuncian al único país que hace algo para detener genocidios: Israel. Y al mismo tiempo, arman escándalos porque Israel resiste el genocidio yihadista que se cierne sobre él.
Pero la semana pasada, apenas Israel intervino para frenar el genocidio contra minorías étnicas y religiosas, la izquierda centró de inmediato su furia sobre Siria con una intensidad quirúrgica. No contra la violación, la tortura y el asesinato, sino contra Israel.
Los árabes oprimidos desaparecieron por completo. Los judíos que actuaron como salvadores pasaron a ser “agresores”, y la BBC se apresuró a organizar paneles de emergencia con “expertos” en Oriente Medio financiados por Catar para explicar cómo los actos de Israel constituyen crímenes de guerra, y cómo los judíos serían, de algún modo, responsables de la esclavitud sexual yihadista en zonas rurales de Siria.
Condenar a Israel por impedir un genocidio no es simplemente un error; es monstruoso. Pero la monstruosidad moral atraviesa un renacimiento en Occidente.
Esto no es geopolítica. Ni siquiera es diplomacia. Es civilización frente a barbarie. Y los únicos que se presentan del lado de la civilización visten uniformes con Estrellas de David.
Y tal vez ese sea el verdadero problema. Tal vez el mundo prefiera que los judíos permanezcan en su papel de siempre: indefensos y perseguidos. Víctimas funcionales. Mártires poéticos. Como suele decirse, el mundo ama a los judíos muertos, pero no tanto a los vivos. Mucho menos a los que rescatan, a los que luchan, a los que gobiernan, a los que están armados.
Y eso los enloquece. Israel no solo desafía a sus enemigos. También humilla a sus críticos morales.
Cada vez que Israel actúa para proteger la vida, deja en evidencia el vacío moral de quienes lo atacan. Expone la malevolencia perversa de la industria de los “derechos humanos”, la corrupción académica y la conspiración global que promueve el mal desde las Naciones Unidas.
Israel funciona como espejo de la monstruosidad de las élites parlantes. Eleva el estándar para todas las naciones y para toda la humanidad. Y por eso odian a Israel.
Porque, pese a la ilusión ingenua de que un Estado-nación westfaliano haría que los judíos fueran “normales” y aceptados entre las naciones, Israel —como colectivo judío— ha resultado ser, para sorpresa de algunos, un caso único. Permanece como Ivri, hebreo, el que está del otro lado. Solo.
Israel se niega obstinadamente a ajustarse a las normas de la llamada “humanidad” y “civilización”, términos equivocados si alguna vez los hubo. En su lugar —bendita sea— asume el papel que inició el primer judío, Abraham, quien estableció un nuevo modelo de decencia y bondad humana.
La mayoría de los israelíes actuales no nacieron en culturas anfitrionas, ni tampoco sus padres. Y cuanto más plenamente judío es Israel, más nítida, fuerte y resiliente se vuelve su identidad.
Recordarle al mundo que existe tal cosa como el bien y el mal siempre ha sido la misión de los judíos. Y al parecer, ese es el verdadero crimen de guerra. Porque, en efecto, los judíos recuerdan.
Recordamos cuando el mundo observó cómo ardían los judíos y no hizo nada. Recordamos las excusas corteses. El silencio de la Cruz Roja. La neutralidad burocrática. Por supuesto que lo recordamos: desde la Noche de los Cristales Rotos hasta el 7 de octubre de 2023, nada ha cambiado.
Por eso, la semana pasada, Israel se negó a callar, a quedarse quieto, a mirar hacia otro lado, aunque las víctimas esta vez no fueran sus propios ciudadanos, sino sus vecinos. No eran judíos, sino árabes, vinculados por la sangre y la fe a una de las minorías más leales y prominentes de Israel.
Y ese es el verdadero pecado. El judío en el exilio fue la conciencia del mundo, y por eso lo persiguieron, torturaron, expulsaron y asesinaron. Ahora, el Estado judío se ha convertido en la conciencia del mundo, y eso el mundo no lo soporta.
No soporta que el pueblo al que condenó al papel de víctima eterna se defienda y rescate a otros. No soporta que aquellos que trató —y sigue tratando— de erradicar estén creciendo tanto en poder militar como en autoridad moral.
Y no es solo el mundo. Existe un amplio sector del judaísmo estadounidense asimilacionista que detesta cualquier cosa que recuerde al mundo que los judíos son diferentes —y siempre lo han sido—. Se aferran a la fantasía de que las utopías izquierdistas —el progresismo, el socialismo, la academia— son su Tierra Prometida. Reservan un odio particular hacia el Estado judío y hacia quienes se atreven a respaldarlo.
Por eso atacan. Proyectan. Rezuman odio. Gritan “¡genocidio!” cada vez que Israel se niega a quedarse callado y someterse.
Pues bien, qué pena. Porque la semana pasada, mientras Occidente publicaba tuits, Israel salvó vidas. El alto el fuego —el cese de la matanza de inocentes— no vino de Ginebra ni de La Haya. Vino de Jerusalén.
Así que que el mundo grite. Que los podcasters pontifiquen. Que las Naciones Unidas condenen. Que Bernie Sanders, AOC y Zohran Mamdani sollozen con sus helados Ben & Jerry’s.
Israel se levantó. Israel actuó. Israel salvó. como un león y como el León de Judá. Y si eso ofende, que cada cual se pregunte por qué.
Pero una cosa debe quedar clara: los judíos —al menos los que tienen futuro— ya no se preocupan por eso. La historia está observando. Y, miles de años después, los judíos —una vez más— la están escribiendo. Am Yisrael Jai.
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