Siempre que termine la guerra en la Franja de Gaza, y sea cual sea la circunstancia en la que ocurra, debe concluir con una victoria israelí. Y en este caso, la victoria no consiste en la destrucción del territorio, ni en el exterminio de los líderes de Hamás, ni en el regreso de los rehenes. La victoria radica en la anexión de una parte del suelo de la Franja por parte del Estado judío.
Esta afirmación obedece a varios factores.
En primer lugar, para los árabes y musulmanes, la tierra posee el valor más alto. La tierra y el honor son inseparables: perder tierra equivale a deshonra, y toda la responsabilidad recae sobre quienes condenaron a los fieles a esa deshonra; es decir, Hamás.
Todos los demás aspectos —la destrucción, las muertes masivas de musulmanes, la pérdida del liderazgo o incluso el debilitamiento temporal del poder— no resultan determinantes. Se perciben como efectos colaterales de la “guerra santa”, dado que la sociedad islámica tiende a mostrar indiferencia ante el destino de las personas comunes, incluidos los propios musulmanes, cuando se trata de la “yihad”.
La pérdida territorial, como también la pérdida del honor, se interpreta como un signo de desaprobación divina, lo que llevaría a un replanteamiento estratégico.
En segundo lugar, conforme a normas no escritas, pero históricamente constantes, la parte que sufre un ataque —y especialmente uno tan sangriento y cruel como el del 7 de octubre— posee pleno derecho legal a anexionarse parte del territorio del agresor vencido. Este principio ha regido durante siglos y continúa vigente, por más que cause indignación entre los sectores posmodernos.
Tras la Primera Guerra Mundial, las potencias vencedoras despojaron a los países del Eje de extensas regiones. Francia recuperó Alsacia y Lorena de manos de Alemania; las provincias germanoparlantes de Eupen y Malmedy pasaron a Bélgica; Transilvania, el sur de Dobrudja, Bucovina y Besarabia fueron cedidas a Rumanía; y Serbia unificó los territorios que posteriormente integrarían Yugoslavia. Quien inicia una guerra y la pierde, debe pagar las consecuencias: esa es una ley histórica inmutable.
Lo mismo sucedió al concluir la Segunda Guerra Mundial. Polonia recibió parte de Prusia Oriental, Pomerania, Silesia y la ciudad de Gdansk; Checoslovaquia incorporó la región de Hlučín; y la Unión Soviética obtuvo la totalidad de Prusia Oriental, incluida la ciudad de Königsberg (actual Kaliningrado).
Japón, tras cometer crímenes atroces —por los que no ha mostrado arrepentimiento hasta hoy—, perdió Sajalín del Sur y las islas Kuriles a manos de la URSS, la región de Kwantung frente a China y otros territorios.
Del mismo modo, tras la agresión árabe de 1967, Siria perdió los Altos del Golán; Egipto perdió el Sinaí (posteriormente devuelto mediante los Acuerdos de Camp David) y Gaza; Jordania perdió Jerusalén oriental, Judea y Samaria.
Después del 7 de octubre, una porción del territorio de Gaza —al menos el 20 %, y preferiblemente más— debe quedar totalmente liberada de la población árabe hostil y pasar a estar bajo soberanía israelí. Así procedieron los checos y polacos tras la Segunda Guerra Mundial, cuando expulsaron a los alemanes de los territorios anexionados. Pese a su severidad, aquella decisión fue plenamente justificada y razonable, a la luz de las atrocidades cometidas por los alemanes. Del mismo modo, los gazatíes no pueden permanecer en las zonas que pasen a formar parte del territorio soberano de Israel.
Finalmente, el tercer punto, y quizá el más relevante: la guerra entre Israel y los denominados “árabes palestinos” no responde a una lucha por la libertad, la independencia, la justicia social o la identidad, como pretenden hacer creer ciertos sectores pseudo-liberales occidentales, en realidad una mutación cuasi-marxista. Se trata de una yihad, es decir, una guerra religiosa; una guerra cultural que considera a Israel una entidad colonial ajena al cuerpo del Medio Oriente; y una guerra histórica que los árabes perciben como la continuación de las cruzadas.
Para los árabes, todo el territorio al oeste del Jordán representa el objetivo de la “Palestina libre”, y lo afirman con absoluta claridad. Del mismo modo, Israel debe demostrar que cree en el destino del pueblo judío de habitar la tierra que Dios le ha concedido, y que no se apartará del pacto. Paradójicamente, cuanto más firme sea su convicción en este principio, mayores serán las probabilidades de que los árabes lo reconozcan en palabras y en hechos. La Voluntad Divina constituye el único argumento capaz de transformar su visión del mundo.
El hecho de que muchos sectores de la derecha teman siquiera plantear la posibilidad de anexar parte del territorio gazatí y restablecer allí la vida judía, revela una profunda miopía y un alto grado de conformismo. En un mundo convulso y en transformación acelerada, Israel dispondrá de oportunidades para hacerlo, pero lo más determinante será su propia voluntad y decisión. Los árabes deben pagar con aquello que más valoran —la tierra— la sangre derramada de los judíos: en Judea, Samaria y, por supuesto, en la Franja de Gaza.