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Por qué China debe abandonar a Irán y abrazar a Israel

23 de julio de 2025
Los vuelos directos entre Israel y China retornarán tras la pandemia de Covid

Banderas de China e Israel se ven en una mesa durante una ceremonia de firma en Tel Aviv, 2014 (Crédito de la foto: BAZ RATNER/REUTERS)

Los ecos de Nankín y del 7 de octubre exigen que China reconsidere sus alianzas y se posicione junto a Israel contra la barbarie.

Hace unos días, mi esposa Debbie y yo fuimos invitados de nuestros queridos amigos Sir Clive y Lady Anya Gillinson en el Carnegie Hall. Clive —quien es para mí como un hermano— es el director más destacado de una institución cultural en el mundo. A lo largo de más de dos décadas, transformó Carnegie Hall, ya célebre, en una superpotencia global sin parangón en el ámbito de la música en vivo, cuya reputación permanece intacta incluso frente a los mayores centros culturales de París, Roma, Viena y Milán.

La ocasión fue un concierto inolvidable e inspirador de la Orquesta Nacional Juvenil, creada por Clive y Carnegie Hall, que está a punto de iniciar una gira por Asia, con China como uno de sus destinos más relevantes. En el palco presidencial, como invitado personal de Clive, nos acompañaba el recién nombrado cónsul general de China en Nueva York.

El año pasado, asistimos al concierto de la Orquesta Nacional Juvenil de China, también en Carnegie Hall, que fue verdaderamente sobresaliente, aunque, como estadounidense, debo admitir que quizás no alcanzó el nivel electrizante de la nuestra. (Confío en que el pueblo chino sabrá perdonar esta inclinación patriótica.)

Durante nuestra breve, pero cordial conversación, expresé al cónsul general la profunda impresión que me produce, como judío, estadounidense y estudioso de la historia, el relato de la Masacre de Nankín en 1937. Las atrocidades sufridas por China en aquellos meses se asemejan de forma inquietante a los horrores padecidos por el pueblo judío —y en particular por las mujeres israelíes— el 7 de octubre, durante el ataque bárbaro de Hamás contra las comunidades cercanas a Gaza.

Hoy escribo como hombre de fe y con el propósito de dar voz a quienes fueron silenciados por la violación, el terror y la indiferencia ideológica. Hago un llamado al liderazgo chino —y a la conciencia de cada ciudadano de China— para que reconozcan un trauma histórico compartido, originado en dos de los capítulos más atroces del siglo XX: la masacre de Nankín y la del 7 de octubre en Israel.

Estas dos tragedias deberían unir a nuestros pueblos, en el duelo y en un propósito común.

Dos catástrofes, un mismo imperativo

Ambos acontecimientos desgarraron la dignidad humana. En proporción al tamaño de las poblaciones afectadas, las masacres de Nankín y del sur de Israel resultan escalofriantemente comparables.

Entre diciembre de 1937 y marzo de 1938, el Ejército Imperial Japonés desató una campaña de terror en la capital china. Civiles fueron perseguidos, ejecutados y quemados vivos de manera sistemática. Las mujeres —madres, hijas, abuelas— fueron violadas en una escala imposible de comprender.

“Violaron a mi hermana y a mi madre frente a mí. Cuando mi padre protestó, lo asesinaron.” —Sobreviviente de Nankín

La mayoría de las víctimas fue obligada a atender sexualmente a entre cuatro y seis soldados japoneses por día; algunas, consideradas especialmente “atractivas”, sufrieron entre 10 y 20 agresiones diarias. Se ha documentado que los soldados japoneses introducían varas en las vaginas de las mujeres “para ver hasta dónde llegaban” e introducían algodón encendido en sus genitales, provocando quemaduras internas. Bebés fueron asesinados con bayonetas. Mujeres embarazadas fueron destripadas. Las estimaciones más conservadoras sitúan el número de muertos por encima de los 200,000, y el de víctimas de violación entre 20,000 y 80,000.

Ahora observemos el 7 de octubre de 2023. Aquella mañana, terroristas de Hamás irrumpieron en el sur de Israel, atacaron festivales de música, kibutzim y hogares familiares. Cerca de 1,200 hombres, mujeres y niños fueron masacrados. Más de 250 personas fueron tomadas como rehenes. Y al igual que en Nankín, la violencia sexual no fue incidental, sino estratégica y sistemática.

Una investigación de la ONU concluyó que existía “prueba clara y convincente” de violencia sexual sistemática por parte de Hamás: violaciones, violaciones en grupo, mutilaciones genitales y desnudamientos forzados en múltiples lugares. Algunas mujeres fueron violadas frente a sus hijos. A otras les amputaron los senos; se reportó que los terroristas de Hamás arrojaban los restos de un lado a otro como si fueran juguetes macabros. Algunas fueron violadas y luego ejecutadas con disparos en los genitales.

“Desnudaron a la hija adolescente de mi vecina, la amarraron a un poste y la obligaron a mirar cómo mataban a su familia.” —Sobreviviente del 7 de octubre

También hubo hombres castrados. Niños fueron obligados a presenciar la tortura y el asesinato de sus padres.

Las semejanzas resultan imposibles de ignorar: comunidades enteras aniquiladas, los cuerpos de las mujeres utilizados como instrumentos de humillación nacional, y las atrocidades registradas con orgullo. Los japoneses filmaron lo ocurrido en Nankín. Hamás utilizó cámaras GoPro. Ambos difundieron sus crímenes en lugar de ocultarlos.

La encrucijada moral y estratégica de China

¿Por qué debería la República Popular China —una nación de sabiduría ancestral y poder global en ascenso— escuchar el clamor de Israel? Porque conoce demasiado bien las secuelas corrosivas de la victimización y la negación.

La alineación actual de China —que privilegia su relación con Irán y margina a Israel— es miope y moralmente insostenible. Irán financia y arma a Hamás, cuya brutalidad constituye una afrenta a la gran religión mundial que es el islam. Los representantes de Irán —Hezbolá en Líbano, las milicias en Siria y Yemen— comparten la ideología genocida que dio forma al 7 de octubre.

En cambio, Israel procesa judicialmente a los responsables y ofrece atención a los sobrevivientes. Ha transformado el duelo en resiliencia y es un referente mundial en la documentación de la violencia sexual en contextos bélicos, en parte gracias al Proyecto Diná.

China proclama que “el bienestar del pueblo” es uno de los pilares de su gobernanza. Ese bienestar debe incluir a las mujeres, quienes sufren de forma desproporcionada durante los conflictos armados. Establecer una alianza con Israel en lugar de con Irán enviaría un mensaje inequívoco: las víctimas de violencia sexual y genocidio merecen justicia, no excusas ideológicas.

Lecciones del pasado, un camino hacia el futuro

En Nankín e Israel, la violencia sexual se utilizó como arma de genocidio, con el propósito de aniquilar la identidad y la dignidad de los pueblos.

Después de Nankín, Japón negó o minimizó sus crímenes durante décadas. Solo recientemente ha comenzado un reconocimiento más completo. De forma similar, Hamás niega las violaciones, a pesar de la existencia de grabaciones, informes forenses y testimonios que constituyen una evidencia inapelable.

“Ambas atrocidades no fueron ocultadas, sino celebradas.”

China, que ha lidiado con su propia historia de negación —desde la Revolución Cultural hasta la Segunda Guerra Mundial—, conoce la importancia de la verdad como condición para la reparación.

China e Israel podrían copatrocinar un nuevo tratado internacional contra la violencia sexual en la guerra. Podrían liderar iniciativas de prevención de atrocidades en el marco de las Naciones Unidas, desde una autoridad ganada mediante el sufrimiento.

Un giro estratégico con beneficios globales

La dependencia de China del petróleo iraní responde a un cálculo pragmático. Pero esa relación representa un pasivo reputacional. Irán es un patrocinador estatal del terrorismo, aliado del régimen genocida de Assad en Siria, y actual promotor de las atrocidades de Hamás.

Un acercamiento a Israel ofrecería a China una posición de superioridad moral, junto con beneficios tangibles: acceso a tecnologías israelíes en áreas como energías limpias, seguridad alimentaria, lucha contra el terrorismo y diplomacia.

Un monumento conmemorativo conjunto sino-israelí, o una jornada anual de recuerdo para las víctimas de violencia sexual en Nankín y el 7 de octubre, transmitiría un mensaje claro: la dignidad y la vida humana no son valores occidentales, sino universales.

China incluso podría incorporar a su Iniciativa de la Franja y la Ruta unidades de respuesta forense rápida, inspiradas en el Proyecto Diná de Israel, para ayudar a otros países a documentar y juzgar la violencia sexual en tiempos de guerra. Esta iniciativa posicionaría a China como un referente creciente en materia de normas humanitarias globales que prohíben el uso de la violación como arma de guerra.

El llamado de la historia

El liderazgo chino se encuentra hoy en una encrucijada: sostener alianzas con regímenes que promueven el terror o construir una asociación con una nación que ha convertido la tragedia en resiliencia.

“Rompan con los asesinos de Teherán. Condenen a los monstruos de Gaza. Abracen a sus hermanos judíos, y especialmente a sus hermanas judías.”

Recuerden Nankín: una ciudad marcada por la sangre y la vergüenza, pero también por la memoria. Recuerden a Israel: un pueblo que contempla las cenizas del 7 de octubre y se rehúsa a claudicar.

Ha llegado el momento de que China e Israel, dos civilizaciones milenarias, construyan puentes de duelo compartido y de determinación común. Que digan: nunca más. Nunca a la violación como terror. Nunca al genocidio. Nunca a la negación.

China: Israel los convoca a unirse al lado de los sobrevivientes, de la justicia y de la reconstrucción. La historia aguarda su respuesta.

Rompan con los asesinos de Teherán. Condenen a los monstruos de Gaza. Y abracen a sus hermanos y hermanas judíos.

Sobre el autor: Rabí Shmuley Boteach es autor de “Kosher Hate” y “Judaism for Everyone”. Sígalo en Instagram y X @RabbiShmuley.
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