Es desgarrador—una afrenta al alma—presenciar el horror que se despliega en el sur de Siria, donde las comunidades drusas vuelven a estar sometidas a un asedio violento. Desde Suwayda y sus alrededores, han surgido informes sobre masacres, violaciones y la destrucción sistemática de viviendas y aldeas a manos de fuerzas del régimen sirio y bandas beduinas aliadas. No se trata únicamente de tragedias propias de la guerra, sino de ataques dirigidos contra una minoría religiosa milenaria y pacífica que durante generaciones ha aspirado únicamente a vivir con dignidad en su tierra ancestral.
Y, sin embargo, la comunidad internacional permanece casi completamente en silencio.
No se ha convocado ninguna sesión de emergencia del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, no ha habido condenas generalizadas ni se ha producido una reacción internacional significativa. Ningún grupo universitario ha levantado campamentos, no se han organizado manifestaciones bajo lemas como “Queers por los drusos”. Da la impresión de que el mundo solo presta atención a los drusos cuando sus profundos vínculos con Israel resultan útiles a quienes critican al Estado judío.