La expectación es máxima ante el discurso que el presidente Donald Trump pronunciará ante las Naciones Unidas el 23 de septiembre. Mientras el secretario general António Guterres reitera su llamado a los líderes mundiales para “silenciar las armas”, Trump —a quien las élites de la ONU desprecian por su nacionalismo estadounidense— desplaza a Guterres al demostrar que la diplomacia puede dar resultados y al cumplir en la práctica el mandato de consolidación de la paz que el secretario general ha abandonado.
El problema para Guterres radica en que, bajo su gestión, las armas no se han silenciado; de hecho, se han intensificado desde que asumió el cargo en 2017. Al mismo tiempo, las Naciones Unidas atraviesan una profunda crisis financiera, con personal reducido y desmoralizado, misiones de paz cerradas y agencias enteras reubicadas, lo que ha debilitado a la institución justo cuando aumenta la inestabilidad mundial.
Promover la paz y la seguridad requiere algo más que cargos y títulos. Por esa razón, el mundo ha buscado liderazgo en otros lugares.
La diplomacia se evalúa por resultados, no por rituales. Los avances alcanzados en negociaciones discretas, la liberación de rehenes cuando todo parecía perdido, los puentes construidos entre adversarios, los altos el fuego que detienen guerras: esto constituye la diplomacia real, no los títulos impresos en papelería oficial ni los discursos, comunicados de prensa e informes difundidos desde Turtle Bay. Con ese criterio, en este momento solo hay un estadista en la escena internacional cuyo historial diplomático se asemeja más al de un secretario general que al del actual titular del cargo.
Sea que se lo apruebe o no, el hombre que antes ridiculizó a las Naciones Unidas como “un simple club para conversar” se ha convertido en un sustituto funcional del secretario general. El presidente de Estados Unidos concreta acuerdos de paz históricos, asegura liberaciones de rehenes en Gaza, Bielorrusia, Rusia, Afganistán y Venezuela, y forja alianzas improbables, no como una aspiración utópica, sino como un arreglo práctico entre Estados miembros de la ONU.
No es necesario compartir la política de Trump para reconocer que ha concretado más iniciativas tangibles de consolidación de la paz que Guterres en su condición de “principal diplomático mundial”.
Durante décadas, las Naciones Unidas promovieron la paz árabe-israelí, pero el avance no surgió de Turtle Bay, sino de la Casa Blanca de Trump. Los Acuerdos de Abraham de 2020 normalizaron las relaciones de Israel con varios Estados árabes —Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Marruecos y Sudán—. Trump rompió años de estancamiento sobre la cuestión palestina y priorizó la cooperación práctica en comercio, tecnología y defensa. Su diplomacia creó vínculos efectivos donde las resoluciones de la ONU fracasaron.
Esta fue una política de paz pragmática basada en incentivos concretos y no en sermones morales. Por ejemplo, al reconocer la soberanía de Marruecos sobre el Sahara Occidental —una medida que Guterres nunca se atrevió a tomar— Trump facilitó la participación de Rabat en los Acuerdos de Abraham. Así, Marruecos e Israel comenzaron a cooperar en defensa, agricultura, tecnología y transporte, al transformar un bloqueo regional en una asociación.
La ONU había soñado con un avance semejante. Trump lo logró. Eso es liderazgo.
Bajo los auspicios de Trump, por primera vez en más de un cuarto de siglo, Israel y Siria prevén entablar contacto diplomático oficial y firmar un histórico acuerdo de seguridad en Washington el 25 de septiembre, otro logro que escapó a los enviados de la ONU.
El papel de Trump como estadista desempeñó una función decisiva en la paz internacional en varios continentes. Puso fin a las hostilidades entre Armenia y Azerbaiyán; impulsó un acuerdo de paz entre la República Democrática del Congo y Ruanda; negoció un alto el fuego en la frontera entre Tailandia y Camboya; y contribuyó a la normalización económica entre Serbia y Kosovo, al avanzar en la paz de los Balcanes.
Evitó una posible guerra por la disputa del embalse del Nilo entre Etiopía y Egipto y presionó a los generales sudaneses para que pusieran fin a décadas de apoyo al terrorismo y aceptaran la paz. Mientras Guterres permanecía atrapado en los procesos, Trump sentó en la misma mesa a presidentes y señores de la guerra para acordar términos.
El presidente se ha declarado partidario de terminar la guerra en Ucrania mediante negociación en lugar de una escalada indefinida. Independientemente de que se compartan o no sus planteamientos, el hecho de que defienda conversaciones directas lo aproxima más a los ideales de la Carta de la ONU que la presencia discreta del secretario general.
En uno de los periodos más volátiles de las relaciones entre India y Pakistán en este siglo, la implicación de Trump ejemplificó el tipo de acercamiento equitativo que debería definir la diplomacia del secretario general de la ONU. Volvió a superar a Guterres al hacer algo que el secretario general no ha sabido ejecutar: equilibró a rivales sin enemistarse con ninguno, abrió espacios para el diálogo y redujo la tensión.
Con todo su personal, presupuesto, mandatos y “autoridad moral”, Guterres cuenta con pocos logros en su haber. Se refugia en la retórica. Y, en los conflictos activos, tiende a caer en parcialidades, al debilitar la función de la organización como árbitro confiable.
La Carta de la ONU confiere al secretario general una responsabilidad inquebrantable: la imparcialidad. Su papel no consiste en intervenir en los conflictos como parte interesada, sino en actuar como mediador. Sin embargo, Guterres ha socavado repetidamente este principio con su fijación en un solo miembro de la ONU: Israel.
Guterres emite declaraciones erróneas y sesgadas contra Jerusalén mientras omite décadas de terrorismo y ataques con cohetes contra civiles israelíes. Minimiza la masacre perpetrada por Hamás el 7 de octubre y equipara de forma engañosa, al estilo orwelliano, a terroristas y víctimas, al diluir la legítima defensa del Estado judío. Relega a un segundo plano la situación de los rehenes israelíes torturados, privados de alimento, abusados sexualmente y enterrados vivos en túneles de Hamás.
Esta postura ha convertido a Guterres en persona non grata en Israel, un país que, independientemente de su política, es un Estado soberano miembro de la ONU cuyas fronteras fueron violadas por terroristas de Hamás decididos a aniquilarlo. Cuando el jefe de las Naciones Unidas aliena a un Estado miembro en tal grado, pierde su capacidad de ejercer una de sus funciones esenciales: actuar como mediador imparcial en disputas. Nadie cree seriamente que pueda resolver la guerra en Gaza.
Ese es el callejón sin salida en que Guterres ha situado a la ONU. Ha erosionado la credibilidad de la institución en una de las regiones más volátiles del mundo y ha desperdiciado la suya propia. Obsesionado con condenar a Israel, ha alejado a un miembro de la ONU hasta el punto de no poder desempeñar el papel de árbitro neutral. Publica declaraciones, organiza cumbres, pronuncia discursos solemnes y recorre el mundo para sesiones fotográficas y ceremonias, pero la paz sigue sin materializarse.
La lección es clara: la legitimidad en la diplomacia mundial no la otorga un título, se obtiene mediante eficacia.
Durante décadas, las Naciones Unidas han disfrutado de un cuasi monopolio sobre la “autoridad moral” en la construcción de la paz. Sin embargo, la autoridad no puede subsistir solo en el prestigio; requiere renovarse mediante la acción. Y si el presidente estadounidense demuestra que pueden lograrse acuerdos donde la ONU fracasa, quizá la verdadera cuestión no sea quién ostenta el cargo de secretario general, sino si la propia institución todavía merece los fondos estadounidenses y la relevancia que reclama.
El momento actual encierra una paradoja evidente: Guterres, encargado de la mediación global imparcial, actúa como un actor parcial; mientras Trump, a quien las élites de la ONU tachan de unilateralista, llena el vacío y asume de facto el papel del “principal diplomático mundial” para desempeñar la tarea del secretario general de la ONU.
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