De manera singular, el segundo aniversario del 7 de octubre —el día más trágico de duelo para el pueblo judío desde el Holocausto— coincide con el inicio de Sucot, la festividad de las cabañas frágiles que representan al mismo tiempo la vulnerabilidad y la determinación.
En todo Israel, las familias se reúnen bajo sus techos cubiertos de ramas, llamadas a la alegría y a la bendición incluso mientras lloran a los hijos, padres, madres y amigos arrebatados por la barbarie de Hamás.
Mientras Israel guarda luto, la atención mundial se dirige hacia Egipto, donde representantes estadounidenses, israelíes y árabes debaten sobre el plan de paz de Trump. En el centro de esas conversaciones está la devolución de veinte rehenes con vida y veintiocho cuerpos.
El sufrimiento de esas personas —las mismas que sobrevivieron a los asesinos que asfixiaron a los dos bebés Bibas, violaron mujeres, mutilaron cuerpos y quemaron familias enteras— resulta indescriptible. Y, sin embargo, el mundo exalta a sus verdugos.
Las turbas violentas que se congregan en Europa revelan una verdad estremecedora: el 7 de octubre no terminó. Permanece entre nosotros, en las calles, en los eslóganes y en los debates mediáticos donde imperan la falsedad y la inversión moral.
En un acto vergonzoso sin precedentes, el principal sindicato laboral de Italia declaró una huelga nacional en respaldo de una supuesta “flotilla humanitaria” cuyo cargamento era vanidad y propaganda, no ayuda real. Las mismas multitudes que glorifican la masacre perpetrada por Hamás como un acto de “resistencia” profanan la palabra que alguna vez significó valentía frente a la tiranía.
Mi madre fue partisiana; mi padre combatió con la Brigada Judía contra el nazifascismo. Ninguno de ellos habría confundido la matanza de inocentes con un acto de heroísmo.
En las Naciones Unidas, una resolución franco-saudí, respaldada por cuarenta y dos países, acusa a Israel de asedio y de provocar hambre. La narrativa se ha invertido. Israel lucha para evitar tragedias civiles, mientras Hamás asesina a su propia población, roba los dos millones de toneladas de alimentos que Israel envía a Gaza y convierte hospitales y escuelas en bastiones de guerra.
Tras más de siete décadas de propuestas de paz, retiradas y concesiones territoriales, el 7 de octubre sepultó la ilusión de que este odio se deba a una disputa por la tierra. En realidad, se trata de una cuestión ideológica: la aspiración yihadista de borrar toda presencia no islámica del ummah. El objetivo no es únicamente destruir al pueblo judío, sino aniquilar la propia idea de un mundo libre y plural.
Israel se encuentra en la primera línea de esa contienda. La guerra que Hamás inició el 7 de octubre de 2023, financiada y armada por Irán, no se dirige solo contra los judíos: es un ataque a la democracia misma. Apunta contra quienes creen que las mujeres deben ser libres, que las personas homosexuales pueden vivir abiertamente y que los niños deben crecer para crear, no para morir. Es la rebelión de la barbarie contra la civilización.
Mientras tanto, una izquierda “despierta”, ávida de víctimas a las que defender, se alinea con la Yihad, repite sus consignas y amplifica sus falsedades. Desde las calles de Europa se eleva un clamor de odio contra el país más pequeño de Oriente Medio, contra su derecho a existir y contra la guerra defensiva que se ve obligado a librar para evitar su aniquilación.
Conviene recordar una perspectiva: los veintidós Estados miembros de la Liga Árabe abarcan más de catorce millones de kilómetros cuadrados, es decir, unos cinco millones cuatrocientos mil millas cuadradas. Israel ocupa poco más de veinte mil. No busca más territorio, solo la tierra que el pueblo judío ha amado y defendido durante dos milenios.
De manera sorprendente, ocho naciones musulmanas se encuentran ahora junto al presidente estadounidense Donald Trump e Israel en la búsqueda de la paz tras las guerras libradas en Líbano, Siria, Irán y Gaza. En el horizonte asoma la posibilidad de un mundo islámico libre de armas y de odio.
Solo las turbas europeas continúan clamando por la muerte. Solo ellas parecen ansiosas por envenenarse con su propio rencor.