El Congreso celebró audiencias el año pasado que expusieron públicamente las actitudes y conductas alarmantes de los directivos de las plataformas de redes sociales y de los presidentes de universidades de élite. Aquellas sesiones revelaron hasta qué punto tanto las universidades estadounidenses como las plataformas digitales se habían alejado de la imagen pública que pretendían proyectar, dejando al descubierto una realidad que antes solo conocían los iniciados. Ahora el público puede decidir con criterio cuánto confiar en la información que ofrecen esas plataformas o en qué universidades depositará la educación de sus hijos.
Ha llegado el momento de que el Congreso cite a los directivos de los medios tradicionales —los editores de The New York Times y The Washington Post, junto con los presidentes de Associated Press, CNN, NBC y otras agencias y cadenas informativas— y los obligue a declarar sobre la manera en que sus organizaciones cubren la guerra entre Israel y Hamás. Diversos estudios señalan que su cobertura coincide estrechamente con la narrativa propagandística de Hamás, en lo que publican y también en lo que deciden omitir. De hecho, un estudio reciente sostiene que los principales medios de comunicación de Estados Unidos y Europa actuaron como altavoces acríticos de los mensajes vinculados con Hamás.
Israel, situado en la primera línea de la guerra contra la civilización occidental, no combate únicamente por su supervivencia. También cumple una función esencial en la seguridad nacional de Estados Unidos. Sin embargo, por razones difíciles de comprender, los medios parecen alinearse con los terroristas y colaboran activamente en los objetivos bélicos de Hamás: la destrucción del Estado judío y la promoción de una estrategia de yihad internacional orientada a “globalizar la intifada”.
Mientras Hamás y sus “periodistas” difunden de manera casi diaria acusaciones infundadas sobre supuestos crímenes de sangre, los medios occidentales reproducen esas historias incendiarias de crueldad israelí y sufrimiento palestino. Associated Press llegó incluso a publicar un reportaje compasivo sobre combatientes heridos de Hezbolá que “ya no pueden jugar al fútbol”. Junto a ello difunden cifras falsas de víctimas, relatos fantasiosos sobre hambrunas masivas y acusaciones fabricadas de crímenes de guerra que a menudo resultan escenificadas.
Cuando cometen errores evidentes y graves —inevitables con tal método de trabajo—, se niegan a reconocerlos o a aprender de ellos. Cuando The New York Times encabeza el grupo de periodistas que difunden imágenes manipuladas de niños “hambrientos” mientras ignoran las pruebas contrarias, se hace patente que los medios tradicionales han abandonado toda apariencia de profesionalismo, han renunciado a la verificación de sus fuentes y actúan hoy como instrumentos propagandísticos de organizaciones terroristas. Las fotografías retocadas digitalmente y las falsedades sobre el ejército israelí o contratistas estadounidenses que supuestamente disparan contra gazatíes en busca de alimento convierten lo absurdo —la acusación de genocidio— en algo creíble y difícil de refutar.
Con cada nueva reproducción de la propaganda de Hamás, aumenta el número de antisemitas que salen a las calles, ya no para protestar o alterar el orden público, sino para asesinar judíos y atacar a quienes los apoyan. El gobernador de Pensilvania, Josh Shapiro; los empleados de la embajada israelí en Washington D. C., Yaron Lischinsky y Sarah Milgrim; Karen Diamond, de 82 años, en Boulder (Colorado); y muchos otros estadounidenses que han sido víctimas de ejecuciones, incendios provocados o agresiones antisemitas desde los atentados del 7 de octubre de 2023, merecen —aunque no lo recibirán— un mea culpa por parte de la prensa. Al menos tienen derecho a conocer cómo las mentiras que avivaron la violencia se transformaron en “hechos” difundidos sin verificación. Toda persona puede tener su opinión, pero no sus propios hechos, principio que las organizaciones periodísticas deberían observar con el máximo rigor profesional.
Cuando la maquinaria propagandística de un grupo yihadista, el manifiesto de un asesino de judíos, los mensajes coordinados de ciertas ONG de derechos humanos y la cobertura de los medios coinciden sustancialmente, y los medios tradicionales no lo advierten, algo profundamente anómalo ocurre. Esta campaña colectiva de demonización coloca a Israel ante una crisis existencial, pero su efecto trasciende el ámbito regional. El propio Hamás reconoce que forma parte de un movimiento mayor que aspira a dominar “los 510 millones de kilómetros cuadrados del planeta”. Como enseñó la historia de Troya, ninguna civilización, por poderosa que sea, puede sobrevivir si sus fuentes informativas de confianza le suministran la propaganda de guerra del enemigo disfrazada de noticias.
El público tiene derecho y necesidad de saber que es víctima de un engaño peligroso. Así como el Estado exige a las empresas de tabaco y alcohol incluir advertencias sobre los riesgos de sus productos, también debería informar sobre el peligro de desinformación procedente de medios que se proclaman fiables, pero que eligen presentar la propaganda yihadista como si fueran hechos comprobados.
Los consumidores tienen derecho a saber qué producto adquieren, y cuando este se ofrece con falsedades, las leyes de una democracia permiten recurrir a organismos como la Agencia de Protección del Consumidor o la Oficina de Buenas Prácticas Comerciales. También pueden acudir a los tribunales para exigir reparación. No obstante, este caso no es un asunto ordinario de consumo. La libertad de expresión limita la posibilidad de intervención estatal. ¿Quién determina qué es propaganda y qué constituye simplemente una narrativa alternativa? ¿Quién decide qué debe considerarse “información factual” y qué “periodismo narrativo”? En el clima de polarización actual, el gobierno no es la instancia adecuada para hacerlo.
Por otra parte, este fenómeno no tiene precedentes en la historia de las democracias ni de su prensa libre, conocida como el Cuarto Poder. Nuestra “prensa libre” actual difunde de manera sistemática la propaganda bélica de un movimiento abiertamente hostil a cualquier forma de libertad de prensa y, al hacerlo, se une a su ataque contra el único participante en la guerra regional que dispone de una prensa libre. Resulta difícil imaginar que nuestros medios adopten una narrativa alineada con una campaña yihadista que promueve una cultura política en la que la libertad de prensa ha sido eliminada por completo.
La experiencia de los últimos dos siglos y medio de democracia ha enseñado que los derechos conllevan responsabilidades. Para merecer el título de periodismo profesional, la prensa “libre” debe observar los estándares de verificación que su práctica actual infringe de forma sistemática. Nunca antes, en la historia del periodismo moderno, se había producido una desviación tan generalizada ni tan prolongada.
Hemos sido testigos de una degradación que va desde el periodismo de guerra profesional hasta un ejercicio abiertamente antiperiodístico que opera contra los intereses propios de Occidente: de ser un control honesto sobre los tres poderes del Estado a funcionar como portavoz de la propaganda enemiga, y de Cuarto Poder a Quinta Columna. Surge la pregunta de cómo hacer visible esta inversión de la función periodística y del sentido mismo de la información. También es necesario determinar qué peligro representa para la libertad de prensa la militancia ideológica de quienes la ejercen, y cómo contrarrestar una tendencia tan perniciosa.
El Congreso tiene un papel que cumplir y la obligación de exponer este escándalo peligroso y alarmante ante la opinión pública estadounidense. Es hora de celebrar audiencias legislativas y exigir responsabilidades a quienes difunden esta propaganda de odio. El público debe conocer cuántas veces nuestros periodistas manipulan grabaciones y fotografías para hacerlas creíbles. Debe ver lo que los medios mayoritarios silencian, como los discursos abiertamente genocidas que circulan en el espacio público palestino. Y los responsables de nuestras agencias informativas deben explicar por qué consideran que esos contenidos no son aptos para publicación, mientras difunden sin reparos las falsedades de Hamás.
Lo que se reclama es rendición de cuentas y transparencia sobre una forma de periodismo autodestructiva que cualquier audiencia racional, al comprender su insensatez, puede rechazar por sí misma. Es necesario desenmascarar a esta prensa militante y autocomplaciente que suplanta el ejercicio del periodismo. Que el público —el consumidor estadounidense— decida si desea consumir el producto nocivo y profundamente carente de profesionalismo que ofrecen los medios actuales o si prefiere buscar fuentes más honestas y precisas para comprender la compleja realidad contemporánea.