Cuando observé que el Banco Mundial elevó de forma discreta su previsión de crecimiento para China en 2025 hasta el 4,8 por ciento desde el 4,0, no sentí sorpresa sino rechazo. No porque Pekín carezca de herramientas para forzar un repunte inmediato, sino porque la base narrativa de esa cifra descansa sobre artificio, deseo disfrazado y propaganda presentada como análisis técnico.
Hablemos sin rodeos. La cúpula china siempre opera en dos niveles simultáneos. Uno tangible, con reactivación de fábricas, expansión de infraestructura y estímulos de consumo controlados. El otro es una fachada diseñada para proyectar poder, estabilidad y capacidad, incluso con tensiones internas, deuda que asfixia y una población envejecida que limita el futuro. El Banco Mundial, con su nueva cifra, no aporta claridad, sino que respalda esa puesta en escena.
Elevar la expectativa hasta el 4,8 equivale a reforzar la ilusión de que el modelo económico chino no ha perdido ritmo. Se legitima una política industrial alimentada por subsidios, control estatal y proyectos financiados con deuda que apenas sobreviven a una evaluación honesta de riesgo y retorno. Quien acepte sin examen estas proyecciones termina ignorando lo evidente: dependen de exportaciones que deben mantenerse fuertes, gobiernos locales que continuarán expandiendo crédito sin transparencia y un sector inmobiliario que supuestamente evitará un colapso en cadena por pura disciplina política.
Es preciso concentrarse en hechos económicos, no en relatos para tranquilizar a inversionistas ingenuos. China sigue manipulando su moneda. El yuan no flota, se administra. Las intervenciones ocultas, los controles de capital y las operaciones esterilizadas impiden ver la realidad de su demanda externa y su competitividad. La manipulación cambiaria moldea la percepción internacional, neutraliza señales reales y encubre desequilibrios que el mercado debería exponer.
El estímulo por infraestructura ya ofrece menos resultados. Carreteras, puentes y trenes lucen imponentes, pero la infraestructura basada en deuda solo tiene valor real si sirve a una actividad económica sostenible. Sin uso suficiente, sin mantenimiento adecuado y sin inversión privada que la acompañe, se convierte en carga, no en motor. Estudios recientes confirman que el rendimiento de esta oleada de construcción se erosiona cuando se incluye el peso de la deuda y la ineficiencia.
La deuda ya no es un ciclo. Es un sistema atrapado en sí mismo. Los vehículos de financiación locales, las obligaciones fuera de balance y los bonos municipales forman un entramado dependiente del crédito perpetuo. Se bombea crecimiento artificial con más deuda, y luego se recurre a más deuda para evitar que todo colapse. No hay estabilidad allí, solo retraso del ajuste.
Por eso, cuando organismos internacionales presentan el 4,8 por ciento como señal de confianza, lo que realmente exponen es su incapacidad para enfrentar la realidad. Incentivan a que capital externo se vuelque hacia activos chinos justo cuando el riesgo alcanza niveles peligrosos. Alimentan la narrativa del ascenso perpetuo en vez de evaluar con seriedad un desgaste estructural.
Al otro lado del Pacífico, donde aún pesan la innovación, la transparencia financiera y la disciplina fiscal, Estados Unidos no debe aflojar. Un respaldo genuino a su propio modelo exige orden presupuestario, respeto por los mercados libres y resistencia a copiar la adicción de China a la deuda como herramienta política. La fuerza no proviene de anuncios que buscan titulares, sino de fundamentos sólidos.
La demanda interna china sigue deteriorada. Las familias se endeudan más. El sistema de bienestar social permanece débil y sin financiamiento adecuado. El mercado inmobiliario sigue perdiendo aire, mientras el Estado interviene de manera desesperada para contener la caída. El 4,8 parece una cifra fabricada en un buró de propaganda económica para tranquilizar a observadores extranjeros y atraer capital que sostenga la ilusión.
Ese número no es una simple previsión. Es un aviso de desorden futuro. Si fondos de pensiones, fondos soberanos y grandes instituciones toman esta cifra al pie de la letra, quedarán expuestos a un riesgo asimétrico. La narrativa del repunte ya está incorporada en los precios. El potencial de caída —crisis crediticia, quiebras locales y desendeudamiento masivo— no lo está.
El mundo ya vivió una advertencia clara en 2008. Se ignoraron señales, se celebró crecimiento ficticio, se despreciaron riesgos y el resultado fue devastador. No tiene sentido repetir el mismo patrón ahora, pero con la economía china como eje del engaño global.
El escepticismo no surge de hostilidad hacia China, sino de respeto por los hechos y por la economía de mercado. Estados Unidos mantiene liderazgo en innovación, seguridad jurídica, capital humano e instituciones sólidas. Su reto es conservar ese margen sin caer en la fascinación ciega por una potencia que sostiene su narrativa con deuda y control político.
Si el supuesto 4,8 por ciento chino fuese una oferta pública, luciría inflada, sin fundamento diferenciado y sostenida por especulación crediticia. El desempeño reciente puede parecer aceptable de forma aislada, pero el futuro se sostiene más en el endeudamiento que en una mejora genuina de productividad.
Los inversionistas deben asumir ese pronóstico como señal de alerta. Es momento de revisar exposición al crédito chino, exigir claridad contable y vigilar la cobertura cambiaria y los flujos de caja reales. No se puede confundir apariencia con fortaleza competitiva.
El mayor peligro es la autocomplacencia. Si el capital mundial apuesta a un retorno chino que descansa en ilusión y maquillaje, el costo se medirá en mercados emergentes colapsados, tensiones inflacionarias y ciclos violentos de materias primas, más graves que cualquier guerra arancelaria.
Algunos celebrarán el 4,8. Yo observaré cómo las hojas de balance se deterioran, cómo el crédito se quiebra por dentro y cómo el sistema financiero chino revela lo que muchos prefieren ignorar. El futuro siempre ajusta cuentas con quienes basan su fe en cifras cosméticas y no en los riesgos reales que sostienen la estructura.
