Después de la efervescencia por el alto el fuego en Gaza el mes pasado, el plan de paz de veinte puntos del presidente estadounidense Donald Trump comenzó a perder fuerza. Lo que en su anuncio parecía un giro histórico pronto se vio atrapado en la maraña de realidades políticas y de intereses irreconciliables.
La llegada a Kiryat Gat de altos funcionarios de Washington —una escena que pocos habrían imaginado— devolvió algo de vida al proceso, pero no logró ocultar que la iniciativa tropieza en cada paso. Aun así, el empeño personal de Trump mantiene en pie un proyecto que, más que un acuerdo, se parece a una partida de resistencia.
Hamás ha extendido el proceso de entrega de rehenes asesinados durante las cuatro semanas de tregua. Solo siete de los veintiocho cuerpos retenidos hasta el 10 de octubre permanecen en Gaza. La primera fase del acuerdo sigue incompleta, y no se ha iniciado conversación alguna sobre la segunda. Pese a ello, la administración estadounidense impulsa la redacción de una resolución en el Consejo de Seguridad de la ONU que establezca una fuerza internacional de mantenimiento de la paz, con condiciones aceptables para quienes acepten participar.
Mientras tanto, Egipto y otros mediadores árabes intentan improvisar una administración interina para gobernar Gaza hasta alcanzar una fórmula definitiva. La tregua avanza con pasos lentos y, en ese escenario incierto, Israel y Hamás buscan evitar que la Franja repita el destino del Líbano: un territorio atrapado entre el control de una milicia y los límites de un Estado debilitado.
Hamás teme la libertad de acción del ejército israelí. En el acuerdo de alto el fuego firmado el 9 de octubre en Sharm el-Sheij, el grupo aceptó cesar toda actividad militar con la promesa de que “la guerra terminará de inmediato”. Fue su única garantía frente a una ofensiva que ya tocaba el corazón de Gaza.
La aceptación del pacto, incluso al costo de liberar a los últimos rehenes vivos, fue un acto de supervivencia. El alto el fuego permitió a Hamás reorganizarse y reafirmar su control sobre casi la mitad del territorio, patrullando calles y eliminando rivales a plena luz del día.
Pero esa aparente calma es frágil. En Rafah, ataques de sus células contra fuerzas israelíes provocaron una respuesta masiva: bombardeos en toda la Franja y más de cien muertos, entre ellos altos mandos de Hamás y de la Yihad Islámica. El grupo comprende que cualquier acción mínima reaviva la maquinaria militar de Israel, mientras este conserva el privilegio de elegir cuándo y dónde golpear. Esa es la misma ecuación que impera en el Líbano desde el alto el fuego con Hezbolá en 2024: una paz que permite a Israel atacar sin réplica efectiva.
Hezbolá, antaño fuerza temida, firmó su desarme bajo un acuerdo respaldado por Estados Unidos, que garantizó el derecho de Israel a responder ante cualquier amenaza. Desde entonces, las Fuerzas de Defensa de Israel aseguran haber eliminado más de trescientos combatientes y destruido cientos de posiciones del grupo. Los ataques, quirúrgicos y constantes, se centraron en comandantes clave, una estrategia que Hamás observa con creciente inquietud. El espejo libanés muestra lo que puede ocurrirle si no limita la capacidad ofensiva israelí.
El futuro político de Gaza sigue en disputa. Según la visión de Trump, Hamás debe desarmarse y quedar fuera de cualquier gobierno. Pero el grupo no parece dispuesto a aceptar ese destino. Sus líderes afirman abiertamente que conservarán sus armas, lo que les garantiza poder de veto sobre cualquier estructura administrativa futura. Moussa Abu Marzouk, uno de sus jefes, anunció que Hamás y la Autoridad Palestina acordaron un comité temporal para dirigir la Franja. Es un modo de seguir gobernando sin figurar oficialmente en el poder.
El patrón es conocido. Hezbolá ejerció en el Líbano un dominio disfrazado de legitimidad institucional: controló ministerios, universidades, fronteras y empresas, y usó la violencia como herramienta de disuasión política. Hamás podría reproducir esa fórmula. Mientras conserve armas y estructura, la Franja será administrada por tecnócratas sometidos a su influencia y respaldados por las potencias regionales.
Israel declaró la victoria tras el anuncio del plan de Trump, pero la guerra no terminó. Un mes después del alto el fuego, las partes siguen moviendo piezas sobre el tablero, intentando moldear los términos de la tregua a su favor. Esa pugna —diplomática, violenta, silenciosa— continuará.
Israel puede creer que ganó, pero mientras Hamás conserve el poder de decidir quién gobierna y mantenga su arsenal, la victoria israelí seguirá sin concretarse sobre el terreno.
