Una fría madrugada de 2001, en la antigua Villa Landau, el eco silente del pasado susurraba misterios a través de las siniestras sombras que proyectaba la luna. Agentes israelíes, sigilosos como fantasmas, se infiltraban en el esqueleto de aquel lugar, pertrechados con herramientas que zumbaban a la par de sus corazones, latiendo al ritmo del secretismo.
Trabajaban con delicadeza de orfebres, pero con la urgencia de quienes saben que la historia tiene prisa. Poco a poco, fragmentos de murales cobraban vida bajo sus manos, como mariposas emergiendo de su crisálida. Obras de arte valiosas, imbuidas del genio creativo de Bruno Schulz, el célebre artista y escritor judío polaco, que en 1942 fue asesinado por un nazi, su vida arrebatada en un capricho brutal.
La antigua ciudad de Drohobych, ahora en Ucrania, había sido cuna y escenario de la tragedia de Schulz. En aquellos oscuros días del Holocausto, miles de sus habitantes judíos perecieron, y solo unos pocos cientos lograron sobrevivir. La tumba de Schulz se perdió en el tiempo, pero sus murales, como estandartes de su legado, ahora descansan en el Centro Mundial de Conmemoración del Holocausto Yad Vashem, en Jerusalén.
El biógrafo literario y prestigioso autor, Benjamin Balint, devela la trama de este enigmático rescate artístico, conocido como “Operación Schulz”. Según las fuentes de Balint, fue el primer ministro israelí Ariel Sharon quien ordenó a Avner Shalev, por entonces presidente de Yad Vashem, que pusiera en marcha la operación.
La misión, claro está, no estuvo exenta de polémica. Rumores de sobornos e intrigas internacionales implicaban al Mossad, el servicio de inteligencia israelí. En particular, uno de los agentes israelíes destacados, Mark Shraberman, ex empleado de la KGB, que emigró a Israel en los años 90 y se convirtió en archivista principal de Yad Vashem.
Los murales, que habían sido pintados por Schulz bajo el yugo de Felix Landau, un sádico oficial de alto rango de las SS, se hallaban ocultos detrás de un muro en Villa Landau. Schulz, convertido en esclavo artístico de Landau, pintó bajo coacción estas escenas de cuentos de hadas, usando una técnica de fresco seco para plasmar figuras fantásticas y coloridas.
Fueron arrancados de su origen y enviados a Israel en una operación clandestina, desafiando leyes y diplomacias, en una contienda cultural que aún provoca disputas. Polonia y la comunidad judía de Drohobych, reivindican sus derechos sobre la obra, sientiéndose despojados de una herencia invaluable, dejando en el aire una pregunta que cuelga como una guillotina: ¿A quién pertenece realmente el legado de Bruno Schulz?