“¿Cuántos jugadores musulmanes habrán intercambiado camisetas con el que muchos consideran el mejor de todos los tiempos?”, posiblemente pensaba días pasados Bibras Natkho, el capitán de la selección israelí de fútbol. “Quizás sea el último partido al que pueda ir”, comentaban emocionados los padres de ingresados en la sección de oncología infantil que habían sido invitados al amistoso. “Después de casi 20 años en el país, por fin podré volver a ver a los mejores de mi país, acá, en mi casa”, relataba en hebreo sin ocultar su pasión y con acento de un ya veterano olé (inmigrante). “Espero que surja la magia que tantas veces he visto por la televisión, ahí mismo, casi al alcance de mis manos”, soñaba con ojos abiertos la aficionada al deporte, capaz de invertir una buena cantidad de dinero para adquirir una localidad a pie de campo.
“¿Que un presidente de Federación llame públicamente a quemar las camisetas de Messi? ¿Y nadie va a decirle nada?”, vociferaba en su columna escrita un periodista deportivo. “Pero si las selecciones ya se enfrentaron aquí varias veces, incluso en Jerusalén, ¿Cuál es la diferencia ahora?”, argumentaba una señora desayunando con la familia. “¿Para qué se mete la Ministra de Cultura y Deportes si los que lo organizan son particulares?”, objeta una usuaria de Twitter. “Messi ya vino con el Barcelona e incluso visitó el Kotel. ¿Por qué no iba a venir ahora?”, se asombra un señor mayor, pero con buena memoria.
“¿No vienen por la política de Israel, pero van a la Rusia que envenena periodistas, encarcela músicos y ocupa partes de otros países? ¿Estamos todos locos?”, sostiene un ex ciudadano soviético. “¿Seguridad? ¿Más que aquí? ¿Entrenando en el Barcelona que sufrió un ataque terrorista mortal hace menos de un año?”, replica ofendido un soldado que había logrado organizar su salida para el 9 de junio. “Como en la parashá de esta semana, Shlaj Lejá: unos cuentan una cosa y otros, otra”, dice un ortodoxo al que le da igual el deporte; “pero los que contaron solo lo negativo acabaron mal sus días”, le recuerda el jozer bitshuvá, que ha asumido una vida religiosa hace poco.
“¿Qué tipo de amenazas recibieron los jugadores?”, se pregunta un policía europeo encargado de controlar a los exaltados aficionados en encuentros de alto riesgo. “Con el dinero que había seguramente en juego, ¿alguien prometió compensar por adelantado futuros reclamos económicos y algo más?”, señala irónico un malpensado. “¿Hay alguien que salga beneficiado de tener que cambiar mi plan para este fin de semana?, dice retóricamente alguien que pasa por la calle hablando por el móvil.
La consigna es convertir todo en un arma: el coche, el cuchillo de la cocina, el martillo, la cometa del niño, la foto escenificada, la historia falsificada, la expresión artística militante, la opinión sesgada por los prejuicios. Hasta las pelotas.