El príncipe heredero de Arabia Saudita, Mohammed bin Salman (MbS), reiteró la semana pasada el “compromiso de su país con el acuerdo ‘OPEP+’“-trabajando junto al otro socio clave del acuerdo, Rusia- a pesar de la actual invasión rusa de Ucrania. MbS trató de enmarcar esta extraordinaria reafirmación de la alianza de su país con Rusia en términos del “interés del reino por la estabilidad y el equilibrio de los mercados del petróleo”. Sin embargo, esta idea fue rápidamente socavada por el anuncio de que el modesto aumento de 400.000 barriles por día (bpd) de la producción colectiva que se ha producido en los últimos meses continuará, a pesar del daño económico que están sufriendo muchas economías desarrolladas por los altos precios actuales del petróleo y el gas. En realidad, lo que subrayó el comentario de MbS fue el amplio cambio estratégico político y económico que ha experimentado Arabia Saudita desde el final de la guerra de los precios del petróleo de 2014-2016, alejándose de la esfera de influencia de Estados Unidos y acercándose a la de China y Rusia.
El catalizador de este cambio sísmico en las alianzas geopolíticas fue el fracaso de la Guerra de los Precios del Petróleo de 2014-2016, que fue lanzada con la intención específica de Arabia Saudita de destruir -o al menos desactivar gravemente durante el mayor número de años posible- el entonces incipiente sector del petróleo de esquisto de Estados Unidos, como se analiza en profundidad en mi nuevo libro sobre los mercados mundiales del petróleo. Era obvio para los saudíes en ese momento -y, de hecho, para Estados Unidos- que la acumulación incontrolada de petróleo de menor coste fijo en volúmenes cada vez mayores significaría la disminución gradual pero extrema del poder de Arabia Saudita en el mundo y como actor clave en Oriente Medio, dado que su única base real de poder son sus suministros de petróleo. También significaría que Estados Unidos estaría menos inclinado a apoyar a Arabia Saudita en todos y cada uno de los asuntos, independientemente de lo desagradables que pudieran ser en términos generales. En resumen, los saudíes no tenían otra opción real que tratar de enfrentarse al sector de esquisto de Estados Unidos, y lo hizo, y perdió y él -y cada uno de sus hermanos de la OPEP- pagó un terrible precio económico, exacerbado por la Guerra de los Precios del Petróleo de 2020.
Las consecuencias inmediatas de la Guerra de los Precios del Petróleo de 2014-2016 no sólo fueron que Arabia Saudita había devastado su propia economía y las de otros Estados miembros de la OPEP durante años, sino, lo que es más importante desde una perspectiva geopolítica, que había perdido su credibilidad como líder de facto de la OPEP y que la OPEP había perdido su credibilidad como fuerza indomable en los mercados mundiales del petróleo. Esto significaba que los pronunciamientos de la OPEP sobre los futuros niveles de oferta y demanda de petróleo -y, por tanto, sobre los precios- habían perdido gran parte de su potencia para mover los mercados por sí mismos, y que sus acuerdos de producción conjunta habían perdido eficacia. A finales de 2016, pues, y plenamente consciente de las enormes posibilidades económicas y geopolíticas que se le ofrecían al convertirse en un participante fundamental en la matriz de oferta/demanda/precios del crudo, Rusia aceptó apoyar el acuerdo de recorte de la producción de la OPEP en lo que a partir de entonces se denominaría “OPEP+”, si bien a su manera singularmente interesada y despiadada, como ha resultado posteriormente, y como también se examina en su totalidad en mi nuevo libro sobre los mercados mundiales del petróleo.
Desde entonces, Rusia ha utilizado su posición como el actor más importante de la alianza OPEP+ para hacer lo que mejor sabe hacer: provocar focos de caos en los que pueda proyectar sus propias soluciones y así extender su poder. En el caso de Oriente Medio en general, esta estrategia fundamental se ha empleado en prácticamente todos los países de la media luna chiíta -aunque más recientemente en Irán, Irak y Siria-, pero también ha ido desgastando sistemáticamente los cimientos de la antigua alianza entre Estados Unidos y Arabia Saudita. Como también se destaca en mi último libro, la base de esta relación se acordó en una reunión celebrada el 14 de febrero de 1945 entre el entonces presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt y el rey saudí de entonces, Abdulaziz. El trato era el siguiente: Estados Unidos recibiría todos los suministros de petróleo que necesitara mientras los saudíes tuvieran petróleo, a cambio de lo cual Estados Unidos garantizaría la seguridad tanto de la Casa de Saud gobernante como, por extensión, de Arabia Saudita. Sin embargo, al final de la guerra de los precios del petróleo de 2014-2016, el acuerdo se había modificado para reflejar la creciente impaciencia de Estados Unidos con los intentos de Arabia Saudita de obstaculizar el desarrollo de su sector de petróleo de esquisto. Estados Unidos dijo que seguiría salvaguardando la seguridad de Arabia Saudita y de su familia gobernante, pero añadió la advertencia de que esto sólo continuaría siempre que Arabia Saudita no intentara interferir en el crecimiento y la prosperidad del sector del petróleo de esquisto de Estados Unidos. Para Arabia Saudita, teniendo en cuenta el floreciente sector del petróleo de esquisto de Estados Unidos, esto era el equivalente a que alguien estuviera pegado a una vía en un túnel de tren y se viera obligado a observar cómo el tren acelera implacablemente hacia ellos.
Tras la desastrosa guerra de los precios del petróleo de 2014-2016, en octubre de 2017 el presidente de Rusia, Vladímir Putin, invitó al rey de Arabia Saudita, Salman bin Abdulaziz al-Saud, a Moscú, lo que supuso la primera visita a la capital rusa de un monarca saudí en activo. Fue también la mayor delegación extranjera de la historia a Moscú, y la presencia del rey Salman -dado que no suele hacer este tipo de visitas- demostró la importancia que los saudíes daban a su relación con Rusia a partir de ese momento. En esta reunión, y en las numerosas reuniones paralelas entre funcionarios de los dos países en las que se hacen los verdaderos negocios, se acordaron unos 3.000 millones de dólares en acuerdos específicos en una amplia gama de áreas, no sólo en el sector petrolero. El Ministro de Energía ruso, Alexander Novak, señaló entonces que el productor de gas ruso Novatek estaba en conversaciones para que los inversores saudíes participaran en su proyecto Arctic LNG-2, una continuación de su planta de 27.000 millones de dólares en la península de Yamal. También se acordó que el fondo soberano de Arabia Saudita, el Public Investment Fund (PIF), iba a crear un fondo de 1.000 millones de dólares junto con el fondo soberano de Rusia, el Russian Direct Investment Fund (RDIF), que invertiría en empresas tecnológicas rusas. En la misma línea, las empresas estatales rusas de hidrocarburos Rosneft y Gazprom iniciaron conversaciones con su homóloga, Saudi Aramco, para llevar a cabo operaciones coordinadas de comercio de petróleo y gas y la creación de un centro conjunto de investigación y tecnología. Aunque todo esto fue malo desde la perspectiva de Washington, aún peor fueron dos acontecimientos políticos y militares más amplios. Uno de ellos fue que Arabia Saudita se retractó de su exigencia de que el presidente sirio Bashar al-Assad abandonara el poder. El otro, y quizás más extraordinario, fue que Arabia Saudita firmó un memorando de entendimiento para la compra a Rusia de su sistema de defensa aérea S-400. Cuando llegó la visita de 2019 a Moscú del propio MbS, Rusia estaba en una posición aún más fuerte. En primer lugar, las finanzas de Arabia Saudita seguían deteriorándose notablemente, dado que su precio de equilibrio presupuestario de 84 dólares estadounidenses por barril de Brent seguía siendo superior al precio del petróleo al contado. Además, cualquier intento de mover el precio del petróleo hacia arriba había sido efectivamente cortado por el Tweet del presidente de Estados Unidos Donald Trump que: “Él [el rey saudí Salman] no duraría en el poder ni dos semanas sin el respaldo del ejército estadounidense”. En segundo lugar, la vulnerabilidad de la seguridad saudí había quedado en evidencia con los ataques con cohetes del 14 de septiembre de 2019 por parte de los Houthis, respaldados por Irán, contra dos de las instalaciones petroleras clave del Reino: la enorme instalación de procesamiento de petróleo de Abqaiq y el campo petrolero de Khurais. En las reuniones de octubre de 2019 encabezadas por MbS y Putin se anunció una serie de nuevos acuerdos. Por ejemplo, el RDIF, Saudi Aramco y el PIF saudí acordaron adquirir conjuntamente una participación del 30,76 por ciento en la empresa rusa de servicios petroleros, Novomet, de Rosnano, lo que supone la primera inversión conjunta de las tres entidades a través de la plataforma de inversión en energía que crearon en 2017. Aramco también firmó acuerdos de suministro de equipos y productos químicos con Angara Service, Chelpipe, Galen, Integra, NKT, Technovek, TMK e Intratool. El RDIF y el grupo de capital privado ruso ESN acordaron con el gigante saudí de los petróleos, SABIC, que invertirían conjuntamente en el diseño, la construcción y la explotación de una planta de metanol en la región rusa de Amur, en el Extremo Oriente. Según los anuncios de la época, el RDIF y el PIF también estaban estudiando una inversión de 300 millones de dólares en NefteTransService, uno de los mayores operadores rusos de material rodante ferroviario. A todo esto, se sumó la creación de un Comité Económico Rusia-Arabia Saudita que identificaría y desarrollaría los lazos económicos y comerciales, así como las inversiones entre Rusia y Arabia Saudita en todos los sectores, copresidido por el director general del RDIF, Kirill Dmitriev.