“Quien no es socialista a los 20 años no tiene corazón. Quien lo sigue siendo a los 40 no tiene cerebro”. La frase nunca la dijo Churchill, pero se le atribuye tercamente. No es verdad. Esos personajes tienen cerebro, pero han sido abducidos por el “síndrome del progre”.
La palabra “progre”, con cierta carga peyorativa, surgió en España. El “síndrome del progre” consiste en la relativización enfermiza del juicio crítico cuando se juzga algún fenómeno social en el que quepa una visión socialistoide.
Los “progres” saben de la existencia de los gulags pero los justifican con el argumento de que siempre hay personas inconformes con las causas más nobles. Esconden la represión bajo el manto de las buenas intenciones. Desean que se les juzgue por lo que pretenden, no por lo que logran.
Es lo que hace Pablo Iglesias en España. No ignora que el Irán de los ayatolás es una teocracia asesina y la Venezuela de Chávez y Maduro una corrupta tiranía manejada desde Cuba, pero les sirven para su juego político y como fuente de financiamiento y olvida la esencia del asunto.
También los «progres» saben que Israel es la única democracia del Medio Oriente, y el único país de la región en el que se respetan a las mujeres árabes, pero como las señas de identidad de la izquierda «iliberal» hoy en día incluyen el antisemitismo, en 58 municipios en los que mandan en España Podemos, el PSOE o Izquierda Unida, han dictado bandos francamente antijudíos.
El problema de Bernie Sanders no es que se hubiera entusiasmado con la revolución cubana en 1959. (El que no estuvo feliz con la derrota de Batista que tire la primera piedra). El problema es su equivalencia moral entre los miles de presos políticos y fusilados, y las campañas de alfabetización y la extensión de la sanidad para el conjunto de la sociedad.
Como Sanders padece el síndrome, no le importa el infeliz destino de una revolución que se hizo en procura de la libertad, pero desde el comienzo fue una tiranía militarizada que vive de vender su expertise represivo a Venezuela, o de negociar a los “esclavos de bata blanca”, médicos a los que les confiscan prácticamente el 90% de los salarios con la complicidad de la Organización Panamericana de la Salud (OPS).
Veinte años después de su enamoramiento con la revolución cubana, en 1979, le tocó el turno a la pasión nicaragüense. Ocurrió lo mismo: todos, los nicas y los no-nicas aplaudimos el derrocamiento de Somoza, pero muy pronto se vio el sesgo totalitario del sandinismo.
Con maestros como “los cubanos” enseguida llegó la barbarie, la represión, la escasez y la inflación. Era inevitable. A mediados de la década de los ochenta ya eran cuatro mil los presos políticos. A Sanders no le importaba. Era alcalde de Burlington (Vermont). Fue el único funcionario estadounidense en Managua en contemplar un desfile militar sandinista.
Se cantó el himno. Una de las estrofas decía: “Los hijos de Sandino / ni se venden si se rinden / luchamos contra el yankee / enemigo de la humanidad”. La música y la letra habían sido compuestas por Carlos Mejía Godoy. Bernie Sanders ideológica y humanamente estaba mucho más cerca de Daniel Ortega que de Ronald Reagan, el presidente de su país. Reagan no era un adversario político. Era un enemigo de clase.
A las dos décadas Sanders reincidió en el amor revolucionario. Parece que se le revuelven las tripas cada 20 años y entra en celo. Sin cancelar sus devociones primeras con Cuba y Nicaragua, se encandiló con Hugo Chávez, padre y maestro de Nicolás Maduro. Era 1999 y el coronel, gobernado desde La Habana por Fidel Castro, su titiritero, comenzaba su mandato.
Es probable que el “síndrome del progre” no tenga cura. El Bernie Sanders que hoy es el precandidato demócrata es el mismo de siempre. El de 1959 en La Habana. El de 1979 en Managua. El de 1999 en Caracas. No cambia. Donald Trump se frota las manos.