No puedo mirar, pero tampoco me atrevo a desviar la mirada. Orit Mark, una joven israelí, llora. Su padre, Michael (Miki) fue asesinado a tiros mientras manejaba por la autopista junto a su esposa y dos de sus diez hijos.
Javi, su esposa, fue herida de gravedad en el ataque; los dos hijos también resultaron heridos. Orit está junto a su hermano que la abraza, tratando de llenar con palabras el inmenso vacío de su corazón. Sollozando, agitada, ella habla. Orit da un discurso fúnebre en honor de su padre asesinado.
Me sorprende profundamente la fortaleza de esta niña de nuestro pueblo. Hoy, Orit perdió la dulce inocencia de su juventud. Conoció la tragedia indescriptible en carne propia.
Y sin embargo se rehúsa a desmoronarse por completo. Su voz es fuerte a pesar de las lágrimas. Hay una pasión, una convicción, que llena el cuarto en el que miles de dolientes se reúnen en una tristeza silente. Puedo oír los lamentos de la multitud, los suspiros de abatimiento por otro asesinato. Pero ella, esta niña de nuestro pueblo, no se rinde.
“Aba shelí, Aba shelí”, ‘mi padre, mi padre’, te amo tanto”.
Las lágrimas de Orit llegan a mi corazón. Atestiguar el dolor crudo es atroz, espeluznante.
“Mi amado padre, no puedo creer que estés partiendo. Hace solo un momento me tuviste en brazos y me dijiste que nunca te irías, pero ahora Dios te ha llevado”.
Mientras describe a su padre, es imposible no conmoverse por la bondad que les debe haber transmitido a sus hijos a cada día.
“Me diste tu corazón, Aba. Nos aceptaste como somos.
Por: Slovie Jungreis-Wolff