El domingo 11 de julio, el mundo tomó nota de un acontecimiento histórico en Cuba, cuando miles de ciudadanos salieron a las calles para protestar contra el gobierno. Muchos gritaron “¡Patria y Vida!”, el título de una canción de rap prohibida, pero muy popular que revierte el eslogan acuñado por el difunto Fidel Castro: “Patria o Muerte”. Muchos también gritaron “Libertad” y otras frases similares que no solo son heréticas, sino que, cuando se gritan en señal de protesta, son ilegales en Cuba, donde el Partido Comunista es el único árbitro legal de la vida política.
La revuelta comenzó en San Antonio de los Baños, un pueblo tranquilo cerca de La Habana que se ha visto afectado por una serie de largos cortes de electricidad. Pero los cubanos de toda la isla están frustrados por la incapacidad de su gobierno para proporcionarles incluso servicios básicos como alimentos y medicinas, en medio de una lenta implantación de vacunas y un aumento de las tasas de covariedad. Las protestas hicieron metástasis rápidamente, ya que las noticias y las imágenes de lo que estaba ocurriendo se dispararon por Facebook, Twitter y otras plataformas de mensajería, como WhatsApp. En pocas horas, hubo protestas en hasta sesenta pueblos y ciudades, desde La Habana hasta Santiago, en el extremo sureste de la isla, a quinientos kilómetros de distancia. Durante la última década, a pesar de las restricciones oficiales impuestas desde hace tiempo a los medios de comunicación y a la mayoría de las fuentes de información independientes, el gobierno cubano ha permitido gradualmente a sus ciudadanos el acceso a los teléfonos móviles y a Internet, ambos de uso generalizado. Tal y como temían los escépticos del Partido, esta tecnología está demostrando ser una amenaza para su orden. Como me dijo esta semana Abraham Jiménez Enoa, un joven amigo cubano que informó sobre las protestas, “La única certeza en este momento es que la gente de este país quiere un cambio, e Internet nos está ayudando a luchar por él”.
Apenas se extendieron las protestas, también se puso en marcha la represión oficial. Mientras se desplegaban unidades de fuerzas especiales con uniforme negro, policías y agentes de paisano con bastones, surgieron nuevas imágenes que mostraban a policías golpeando a los manifestantes y arrastrándolos. También se produjeron algunos actos de violencia y vandalismo por parte de los manifestantes: se saquearon tiendas y se volcaron un par de coches de policía.
Horas más tarde, en un intento de demostrar que el gobierno había recuperado el control, el presidente Miguel Díaz-Canel apareció en televisión caminando por una calle de San Antonio de los Baños con un séquito de seguridad y sin manifestantes a la vista. Más tarde apareció ante las cámaras para denunciar las protestas como una medida contrarrevolucionaria organizada y financiada por Estados Unidos, y llamó a los “revolucionarios de Cuba” a “combatir” a los malhechores. Al anochecer del domingo, un silencio conmocionado había caído sobre la isla. El acceso a Internet estaba restringido indefinidamente. Aun así, en los días siguientes se conocieron noticias sobre la intensificación de la represión por parte de las fuerzas de seguridad y sobre la generalización de las detenciones, que al parecer incluyeron el encarcelamiento de varios destacados disidentes y críticos del gobierno.
Mientras líderes de todo el mundo condenaban la represión -el presidente Biden calificó a Cuba de “Estado fallido”-, Díaz-Canel pareció reconsiderar su retórica más belicosa y, el miércoles 14 de julio, apareció en la televisión controlada por el Estado para expresar su esperanza de que “el odio no se apodere del alma cubana, que es de bondad, solidaridad, dedicación, afecto y amor”. Dirigiendo sus comentarios al “pueblo cubano”, dijo que deseaba verlo disfrutar de “paz y tranquilidad social, mostrando respeto y solidaridad entre sí y con otros pueblos necesitados del mundo, y salvar a Cuba para seguir creciendo, soñando y alcanzando la mayor prosperidad posible”. Habló largo y tendido, achacando los disturbios a “una enorme campaña mediática contra Cuba” y a una “campaña deliberada de guerra no convencional” emprendida por Estados Unidos. En cuanto a las “adversidades” que los enemigos de Cuba habían explotado para provocar las protestas, dijo que eran culpa del prolongado embargo comercial estadounidense, “el bloqueo”. Sin embargo, por primera vez en los sesenta y dos años de historia de la revolución, la noción de que el Partido Comunista goza del apoyo inmutable de los ciudadanos se había hecho añicos y, más que en cualquier otro momento desde el final de la Guerra Fría, su capacidad para mantener el control se puso en duda.
Joe García, un cubanoamericano y excongresista demócrata de Miami que estuvo recientemente en Cuba y suele servir de intermediario informal entre los gobiernos de Estados Unidos y Cuba, dijo que Díaz-Canel, un protegido de Raúl Castro, había tropezado en su primera gran prueba desde que llegó a la presidencia, en 2018. (A principios de este año, también se convirtió en el jefe del Partido Comunista). “Por primera vez en seis décadas, los cubanos han visto a un líder parpadear”, dijo García. “Este problema no va a desaparecer. Tienen una crisis sanitaria y una crisis económica que su gobierno ha sido incapaz de afrontar, y decirles a los cubanos que todo es culpa del embargo no es algo que vaya a llenarles el estómago. Echarle la culpa de las protestas a los estadounidenses, como hizo él, es algo que no tiene credibilidad. Por el bien del argumento, digamos que la C.I.A. lo hizo. Eso significa un fallo masivo de inteligencia por parte de los servicios de inteligencia de Cuba, que se supone que están entre los mejores del mundo, o bien la C.I.A. acaba de mejorar mucho en lo que hace. ¿Protestas en sesenta pueblos y ciudades de Cuba? Vamos”.
La última vez que estallaron protestas importantes en Cuba fue en agosto de 1994, y solo ocurrieron en La Habana. En esa época anterior a Internet y a los teléfonos inteligentes, las manifestaciones eran más fáciles de contener, y Fidel Castro estaba vivo y seguía al mando de la nación que había gobernado desde que tomó el poder en 1959. Era el cuarto año del llamado Período Especial, que Castro proclamó después de que el colapso de la Unión Soviética desencadenara el precipitado fin de tres décadas de generosos subsidios que habían mantenido su régimen, y la economía, a flote. La desaparición de la URSS también supuso una crisis para el ideal comunista mundial, pero, mientras la mayoría de los regímenes socialistas de la época también se derrumbaron, o se adaptaron rápidamente a las nuevas circunstancias, Castro se reafirmó. Prometió no renunciar nunca al socialismo y dijo que los cubanos seguirían solos, si era necesario, y sobrevivirían.
Sobrevivieron, pero en el verano de 1994 las condiciones se volvieron duras. El combustible, los alimentos y las medicinas escaseaban, los apagones eran frecuentes y el sentimiento de desesperación era generalizado. Finalmente, en agosto, los disturbios estallaron en el Malecón de La Habana, el paseo marítimo que pasa por los estrechos y ruinosos barrios de Centro y La Habana Vieja, donde el malestar se había enconado después de que las autoridades frustraran varios intentos de los residentes de huir de la isla por mar, lo que provocó varias muertes violentas. Cuando Castro fue alertado de la conmoción, corrió al Malecón, donde se había reunido una gran multitud de hombres y jóvenes. Gritaban consignas antigubernamentales y recogían piedras y mampostería de las obras de construcción, preparándose aparentemente para hacer un alboroto. Sin embargo, al ver a Castro, los alborotadores primero se callaron y luego empezaron a vitorearle, y pronto se restableció el orden. Fue un momento extraordinario, que desde entonces ha encontrado un lugar privilegiado en la mitología fidelista.
Pero no fue solo la presencia de Castro lo que aturdió a los alborotadores de 1994 para que se sometieran. Cientos de leales a Castro, procedentes de los batallones de trabajadores del Partido Comunista de élite, empuñando palos y barras de refuerzo, fueron transportados en camiones a las callejuelas cercanas con el fin de intimidar a los manifestantes que no se retiraran. Yo vivía entonces en La Habana y aquel día intenté acercarme al Malecón. Cuando lo hice, unos agentes de paisano que se encontraban entre la multitud que me rodeaba detuvieron un coche con un cartel anticastrista, sacaron al conductor y lo golpearon antes de llevárselo. La gente que me rodeaba observó en silencio y luego se alejó. En ese momento, los camiones llenos de trabajadores pasaron rugiendo.
Esa noche, Castro salió en la televisión y anunció que cualquier cubano que quisiera salir de la isla por mar podía hacerlo. Durante las tres semanas siguientes, unas treinta y cinco mil personas construyeron botes y balsas improvisadas y zarparon hacia Cayo Hueso y Miami. Fue un episodio embarazoso para Castro, pero, como tantas otras veces, salió vencedor en última instancia, primero al sacar de la isla a un buen número de molestos descontentos, y luego al obligar al presidente Bill Clinton a ocuparse de la crisis. Washington, temeroso de que se produjera otro éxodo como el del Mariel en 1980, que había desbordado a Miami con más de cien mil cubanos, accedió a dar la residencia a la mayoría de los balseros, como se les llamaba, y a duplicar el número de emigrantes cubanos legales que permitía entonces en el país, de diez mil a veinte mil anuales.
El paseo de Díaz-Canel por San Antonio de los Baños el 11 de julio parecía un claro intento de emular la icónica aparición de Fidel en el Malecón en 1994, y su posterior aparición en televisión parecía igualmente destinada a proyectar el poder de mando. Pero las apariciones de Díaz-Canel solo subrayaron las diferencias entre él y Fidel Castro, y los tiempos cambiantes en los que vivimos. Aunque la oferta de Castro a los cubanos fue brutal – “Váyanse, si lo desean”, dijo-, les proporcionó una salida. Díaz-Canel, en cambio, no ofreció a los cubanos ninguna solución, solo represión, seguida de acusaciones de quién era la culpa de todo: los americanos. “Si Fidel hubiera estado vivo, habría hecho eso, y además les habría dado de comer”, dijo García. “Pero Díaz-Canel no puede”.
La paradoja para Díaz-Canel, de quien la gente que lo conoce personalmente dice que quiere ser un reformista, es que está encajonado por las circunstancias. Avergonzado por la sublevación cubana, debe mostrar fortaleza para preservar el orden. Pero para aplacar las crecientes frustraciones de la población, también debe dar una señal de moderación, algo que ha intentado hacer tardíamente; en un segundo discurso, el miércoles, reconoció que su gobierno tenía responsabilidad en los problemas que habían desencadenado las protestas, incluyendo tanto la escasez como el aumento de los precios de los alimentos y las medicinas. Pero hacer un llamamiento al diálogo, o bien “abrirse”, como le han instado muchas personas de fuera -la Unión Europea y el Papa Francisco, entre otros-, podría telegrafiar debilidad a los disidentes cubanos más audaces y provocar nuevas manifestaciones. En cualquier caso, parece seguro que el malestar en Cuba no ha terminado.
Hasta ahora, a pesar de la expectativa generalizada de que la Administración Biden podría emprender una renovada apertura diplomática, ha adoptado un enfoque tibio hacia Cuba, incluso dejando en vigor muchas restricciones y medidas punitivas impuestas durante los años de Trump; estas incluyen una lista de última hora de Cuba como estado patrocinador del terrorismo, que penaliza a las empresas estadounidenses y extranjeras que buscan invertir en la isla, así como restricciones a las remesas financieras y a los viajes a la isla por parte de los estadounidenses. A principios de este año, el recién nombrado asesor de seguridad nacional de Biden para asuntos del hemisferio occidental, Juan S. González, me dijo que Cuba no era una cuestión prioritaria, dada la necesidad del Presidente de abordar otras crisis importantes en el país y en el extranjero. Los funcionarios también han aludido a los desafíos de encontrar un consenso para posibles gestos hacia Cuba en el Capitolio, donde el presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, Bob Menéndez, es un demócrata de Nueva Jersey, pero también un cubanoamericano, y más cercano a los republicanos que al ala progresista de su propio partido cuando se trata de Cuba.
Es esta realidad política, junto con las consecuencias que la Administración podría sufrir por parte de los cubanoamericanos conservadores de Florida en las elecciones al Congreso del próximo año -y en particular en el intento de los demócratas de desbancar al senador Marco Rubio-, lo que ha impedido a la Administración tomar medidas decisivas. García me dijo que tenía entendido que la Administración había estado planeando algunos gestos de buena voluntad hacia Cuba, incluyendo la reapertura de las remesas y la flexibilización de las restricciones de viaje, pero que, desde el levantamiento, hacer tales gestos parecía difícil. “Hacerlo ahora”, dijo, podría parecer a los cubanoamericanos de Florida como un “apaciguamiento”.
Para evitar una crisis de proporciones cada vez mayores, ambos líderes deben encontrar la manera de persuadir a sus aliados más intransigentes de que lo mejor para Cuba, y para Estados Unidos, es un compromiso renovado, y también una apertura creíble y sostenida dentro de Cuba que pueda atender las necesidades de sus ciudadanos y reducir las tensiones que ahora amenazan la estabilidad de la isla. Si el Partido Comunista cubano quiere sobrevivir, sus habitantes tendrán que enfrentarse a la realidad de que sus días de hegemonía incuestionable han terminado, y tendrá que aceptar compartir el poder con los cubanos que tienen otros puntos de vista, y darles la misma oportunidad de encontrar soluciones a los problemas de Cuba que ellos han demostrado ser incapaces de abordar.
Estados Unidos, por su parte, debería dejar bien claro que está dispuesto a ayudar a Cuba y a su pueblo, pero que se opone a la violencia y al derramamiento de sangre, tanto del tipo que el gobierno cubano ha utilizado contra sus manifestantes como del tipo que algunos cubanos, en su mayoría desde la segura distancia de Miami, están pidiendo contra su gobierno. Por primera vez en la memoria, los cubanos dentro y fuera de la isla necesitan encontrar un espíritu de compromiso democrático para encontrar un camino común.