Cada vez más, los estadounidenses parecen estar habituándose a ceder sus libertades. Como alguien que se vio forzado a escapar de la dictadura aplastante de Venezuela, esta tendencia me infunde terror.
En Venezuela, hasta la crítica más sutil contra el régimen de Maduro se percibe como un acto criminal. Por ofensas que son consideradas «menores», uno puede ser ridiculizado y condenado al ostracismo por la maquinaria de propaganda controlada por el Estado, que está omnipresente. Sin embargo, si osas desafiar a la élite gobernante, las represalias se vuelven más severas: puedes ser arrestado sin explicaciones y detenido indefinidamente, o incluso puedes ser sujeto a tortura física.
Esa es la Venezuela de la que hui siendo adolescente, cuando emigré legalmente a Estados Unidos. Escapé de una dictadura violenta y opresiva.
Pero no siempre fue de esta manera. Cuando mis padres eran jóvenes, Venezuela era una democracia enérgica y floreciente. En su momento, los extranjeros hablaban del «excepcionalismo venezolano» y nuestra gente veneraba la Constitución de Venezuela por su orientación antiautoritaria.
¿Qué sucedió entonces?
Hugo Chávez, indultado tras un fallido intento de golpe de estado en 1992, supo aprovechar una recesión económica temporal para postularse a las elecciones presidenciales con una plataforma socialista, seduciendo a los votantes con promesas de gastos extravagantes en educación, salud y programas sociales.
Para financiar todo esto, Chávez desmanteló las partes más productivas de la economía venezolana. Cuando las elevadas tasas de impuestos no lograron generar suficientes recursos, tomó por la fuerza el control de las compañías petroleras, de telecomunicaciones y de otras industrias, utilizándolas como una alcancía personal para sus esquemas de economía de tipo Ponzi.
Como era de esperarse, esto desencadenó la protesta de aquellos a quienes se les arrebataron sus pertenencias por matones con botas de goma. Chávez respondió encarcelando a quienes osaban denunciar sus abusos ilegales. Su sucesor, Nicolás Maduro, emplea las mismas tácticas para evitar que el pueblo venezolano derroque su régimen.
Sin embargo, tras décadas de corrupción y mala administración, al gobierno ya no le queda nada que saquear. Si antes podían contar al menos con el apoyo de los pobres, que dependían de las dádivas y subsidios del gobierno, ahora los socialistas se sostienen casi exclusivamente en la lealtad de los militares, la policía secreta y los medios de comunicación estatales.
La transición de democracia a dictadura no sucedió de la noche a la mañana. Comenzó con la disposición de la población a tolerar la pérdida gradual de libertad a cambio de seguridad económica. Empeoró cuando el gobierno empezó a violar los derechos de unos pocos en nombre de la mayoría. Y cuando la mayoría de los venezolanos comunes se dieron cuenta de que habían perdido las libertades divinamente otorgadas a favor de un régimen criminal que ya no podía cumplir sus promesas, ya era demasiado tarde.
Lamentablemente, Estados Unidos parece estar navegando en una dirección similar. En 2017, la organización sin ánimo de lucro Freedom House calificó a Estados Unidos con un 89 sobre 100 en su informe «Libertad en el Mundo». En 2023, nuestra puntuación ha caído a 83, igualando a Panamá. Aunque esta puntuación nos sitúa firmemente dentro del grupo de los países «libres», a pesar de nuestras proclamaciones de ser los «líderes del mundo libre», estamos lejos de liderar el mundo en términos de nuestra libertad.
Durante la pandemia, por ejemplo, observamos cómo millones de estadounidenses aceptaban, e incluso acogían con beneplácito, políticas que les privaban de sus libertades con la excusa de mantenerlos a salvo del virus. Vimos cómo las autoridades dictaban qué productos podíamos comprar en las tiendas y establecían normativas absurdas que regulaban si podíamos comer fuera y de qué manera. Lo que es peor, presenciamos numerosos casos de funcionarios del gobierno que forzaban el cierre de iglesias, incluso llegando al extremo de enviar agentes de policía para hostigar a los feligreses.
Pero nuestra disposición a renunciar a nuestras libertades en favor de figuras de autoridad supuestamente benévolas va mucho más allá de lo sucedido durante la pandemia.
Permitimos que funcionarios del gobierno y empresas privadas invadan nuestra privacidad. Toleramos, e incluso a veces exigimos, la censura. Elegimos a políticos que aprueban leyes de gasto multimillonarias con escasa transparencia acerca del destino real de nuestro dinero. Nos hemos habituado a la militarización del gobierno para atacar a nuestros oponentes políticos en lugar de exigir igualdad ante la ley.
Estados Unidos todavía no es Venezuela, pero he sido testigo de cuán rápido una democracia vibrante puede convertirse en una dictadura represiva, y me preocupa la dirección que está tomando el país que me adoptó.