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Israel salva vidas y es condenado: al-Julani asesina y es aprobado

17 de julio de 2025
Israel salva vidas y es condenado: al-Julani asesina y es aprobado

Esta semana, las fuerzas del gobierno sirio perpetraron una masacre de cuatro días contra la minoría drusa en Suweida, una ciudad drusa situada en el sur de Siria. Se estima que alrededor de 300 drusos fueron asesinados en una serie de atrocidades bárbaras cometidas por tropas leales al nuevo presidente sirio, Abu Mohammed al-Julani.

En el norte de Israel residen aproximadamente 150,000 drusos. Son ciudadanos israelíes leales y valientes. Muchos han servido en las Fuerzas de Defensa de Israel, y varios han perdido la vida al servicio del Estado judío. Las comunidades drusas también cumplen una función estratégica como zona de contención para Israel en los Altos del Golán y en territorio sirio.

Como consecuencia, Israel intervino en Siria para protegerlas. Las FDI llevaron a cabo decenas de ataques aéreos contra convoyes de tropas del gobierno sirio y atacaron tanto la sede del ministerio de Defensa en Damasco como instalaciones cercanas al palacio presidencial. Bajo esta presión, se alcanzó un alto el fuego y las fuerzas sirias se retiraron de Suweida.

Los ataques contra los drusos fueron de una brutalidad extrema. Se reportaron decapitaciones y violaciones; asesinaron a niños delante de sus padres.

Las tropas humillaron públicamente a sus víctimas masculinas al rasurarles la barba, un símbolo de gran importancia religiosa para ellos, en una evocación directa de lo que los nazis hicieron a los judíos en Alemania.

Sin embargo, esta masacre no provocó ninguna condena por parte de quienes, día tras día, afirman una supuesta superioridad moral al acusar falsamente a Israel de cometer crímenes de guerra. Ante las pruebas de un intento atroz de exterminar a los drusos, los manifestantes que durante los últimos 21 meses han lanzado acusaciones contra el supuesto “genocidio” israelí no aparecieron ni en las calles ni en los campus universitarios.

Organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch permanecieron en silencio. Las tropas de al-Julani, según informes, asesinaron a todo el personal del hospital de Suweida junto con sus pacientes. No obstante, aquellos que formulan acusaciones infundadas contra Israel por atacar hospitales en Gaza con la intención de matar pacientes y personal médico —y que omiten deliberadamente que Hamás los ha convertido en centros operativos terroristas, lo que los transforma en objetivos militares legítimos— no emitieron declaración alguna.

Lo más asombroso es que esas mismas personas responsabilizaron a Israel —el único país que prestó auxilio a los drusos— por atacar Siria. António Guterres, secretario general de la ONU, publicó en X su condena a la muerte de civiles, omitió atribuir la responsabilidad a las fuerzas de al-Julani y, en cambio, responsabilizó a Israel por haber defendido a los drusos.

Diversos medios de comunicación informaron con indiferencia sobre estas atrocidades, y las calificaron como enfrentamientos “recíprocos” entre drusos y tribus beduinas. Incluso la administración Trump ofreció una descripción desconcertante al presentar lo ocurrido como un “malentendido” entre Israel y Siria que, según su versión, se descontroló.

La naturaleza de estas reacciones no resulta sorprendente. Muchas de ellas se originan en un profundo resentimiento hacia Israel y el pueblo judío, lo cual constituye un hecho preocupante.

No obstante, también intervino otro factor: la prisa con la que se intentó presentar a al-Julani, exmiembro de Al-Qaeda e ISIS —encarcelado por Estados Unidos entre 2006 y 2011— como una figura aceptable.

A pesar del historial yihadista de al-Julani, líderes mundiales se alinearon para posar junto a él. El presidente Donald Trump lo calificó de “tipo apuesto”, excluyó de la lista de organizaciones terroristas a su milicia, Hayat Tahrir al-Sham, y levantó las sanciones que pesaban sobre ella.

Fue suficiente con que el nuevo presidente recortara la barba, adoptara vestimenta occidental de corte elegante, sustituyera su nombre de guerra por el de Ahmad al-Sharaa y declarara su intención de adherirse a los Acuerdos de Abraham para que surgiera una transformación inmediata: de fanático depravado pasó a ser considerado un actor regional valioso.

Para sostener esa narrativa, sus nuevos partidarios necesitaron convencerse de que, de manera súbita, al-Julani abandonó su creencia en una misión divina orientada a asesinar infieles. Lo más probable, sin embargo, es que haya optado por suspender de forma estratégica la expresión pública de su islamismo, en conformidad con el principio islámico de taqiyya, que permite mentir por razones religiosas.

Los líderes occidentales desconocen este tipo de doctrinas o deciden ignorarlas. Prefieren sostener una visión del mundo basada en parámetros occidentales, donde se asume que todas las culturas actúan conforme a la razón y al interés propio.

Los secularistas, incapaces de comprender cualquier forma de mentalidad religiosa, consideran tales creencias absurdas e indignas de atención. Por ello, suponen que los islamistas cometen atrocidades como consecuencia de la opresión, la pobreza extrema o la desesperación. No logran entender que, en realidad, el yihadista está convencido de que cumple un deber sagrado al asesinar infieles, porque cree que actúa en nombre de Dios.

A causa de esta interpretación, los occidentales aceptan cualquier señal que les haga creer que los fanáticos religiosos, en el fondo, son iguales a ellos. Esa fue la razón por la cual se volcaron hacia al-Julani.

Un yihadista “reformado” les confirma la idea de que los asesinos islamistas en masa son, en realidad, personas agradables y accesibles, que han decidido abandonar las decapitaciones, las violaciones y las inmolaciones para asistir a cumbres diplomáticas, recorrer ciudades en vehículos oficiales y alejarse de los excesos del pasado.

Bajo esta lógica, no habría razones para temer a personas como él. En esencia, no representarían una amenaza. Solo requerirían una oportunidad.

Este mismo pensamiento sustentó la actitud desastrosa de Occidente ante la guerra árabe dirigida a eliminar la existencia del Estado judío en Israel. La insistencia occidental en aplicar una “solución de dos Estados” se basa en la creencia de que la guerra tiene un origen territorial.

Occidente rechaza la idea de que se trata de una guerra de exterminio, porque la considera sin sentido; no encaja en su interpretación basada en causa y efecto.

Este mismo sesgo explica por qué Occidente enfrenta grandes obstáculos para comprender el antisemitismo. Desde su perspectiva, un odio tan persistente contra los judíos solo podría justificarse si ellos hubieran cometido alguna falta grave.

La posibilidad de que existan personas decididas a exterminar a los judíos únicamente porque consideran, de manera irracional, que los judíos no deben existir resulta inaceptable para una visión occidental limitada de la conducta humana. Por ello, Occidente no logra entender la naturaleza del antisemitismo.

Este error de interpretación condujo al fracaso de los Acuerdos de Oslo, cuyo impacto devastador se ha hecho evidente tras las atrocidades cometidas por Hamás en Israel el 7 de octubre de 2023 y la guerra posterior.

La lógica de Oslo se sustentaba en la idea de que, primero Yasser Arafat y luego su sucesor, Mahmoud Abbas, ya no eran terroristas, sino líderes políticos.

Como resultado, los Acuerdos de Oslo proporcionaron a los árabes palestinos los elementos necesarios para un autogobierno. El saldo ha sido una Autoridad Palestina que, durante tres décadas, funcionó como una maquinaria mundial destinada a la destrucción de Israel y a la incitación contra los judíos.

En una entrevista reveladora con Dan Senor, el ministro de Asuntos Estratégicos de Israel, Ron Dermer —quien ha mantenido un papel fundamental en la relación entre Israel y Estados Unidos durante la guerra actual y que ha participado durante décadas en los esfuerzos por resolver la guerra en Oriente Medio— expuso que desde Oslo, la Autoridad Palestina ha inducido sistemáticamente a toda una generación de árabes palestinos a desarrollar odio contra Israel.

Pocos días después del 7 de octubre, Dermer recibió un video impactante en el que niños árabes palestinos expresaban su deseo de matar judíos. Lo más inquietante era que esos niños no vivían en la Franja de Gaza bajo control de Hamás, sino en Jerusalén oriental, bajo la administración de la Autoridad Palestina.

“La gente no quiere creerlo”, afirmó Dermer, “porque no desea mirar al mal directamente y aceptar que debe enfrentarlo”.

Dermer mantiene un optimismo firme al declarar que Israel vencerá en esta guerra y que, al concluir la guerra, se abrirá una oportunidad para “redefinir Oslo”, asociando la reconstrucción de Gaza con un proceso de desradicalización que elimine la voluntad de los árabes palestinos de asesinar judíos.

Independientemente de que ese optimismo se concrete o no, educar a una sociedad occidental que se rehúsa a reconocer el mal representa un desafío tan urgente como inevitable.

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