La ortodoxia climática afirma que los países más pobres, donde miles de millones de personas siguen atrapadas en la precariedad energética, deben impulsar su desarrollo desde el límite de la subsistencia mediante fuentes solares y eólicas costosas y poco confiables. Esta imposición exige que sociedades enteras permanezcan en un estado frágil, atrapadas en sistemas incapaces de alimentar un proceso real de crecimiento.
Un país que busque fortalecer su industria, generar empleo y construir infraestructura necesita fuentes capaces de suministrar electricidad abundante, asequible y constante. El aumento de la oferta debe acompañar el incremento de la demanda. Las fábricas, las pequeñas empresas, la infraestructura digital y sectores similares requieren una disponibilidad energética que las llamadas fuentes verdes no alcanzan. Depender de turbinas eólicas y paneles solares impone un freno directo al desarrollo económico urgente para las poblaciones vulnerables.
Dado que dependen del clima y de la luz solar, el viento y el sol no garantizan electricidad cuando se necesita. Estas fuentes obligan a instalar sistemas de respaldo de gran escala, ya sea mediante baterías o generación alternativa, que en la práctica sigue basada en combustibles fósiles. Incluso en contextos industriales, las baterías solo almacenan energía durante lapsos limitados, lo que impide cubrir la demanda nocturna o periodos prolongados con cielos nublados o vientos débiles. Este límite es innegable y condena a los usuarios a la incertidumbre.
El crecimiento económico no puede gestionarse mediante apagones programados ni racionamientos. El carbón y el gas natural siguen constituyendo la base energética del mundo moderno debido a su abundancia y confiabilidad. Estados Unidos, Alemania, China, Japón y Corea del Sur alcanzaron prosperidad con un suministro estable alimentado por hidrocarburos. Esa fórmula sigue vigente y ha demostrado funcionar en todas las etapas del desarrollo moderno.
La tecnología del carbón actual no se asemeja a las instalaciones obsoletas de hace un siglo. Los sistemas ultra-supercríticos que operan en Asia a altas presiones y temperaturas alcanzan eficiencias cercanas al cuarenta y cinco por ciento y reducen de manera significativa los contaminantes locales mediante procesos avanzados de filtración. El carbón con tecnología limpia incorpora captura de partículas, depuración de azufre y tratamiento de aguas residuales, con resultados comprobados. Las turbinas de gas, por su parte, se instalan con rapidez y permiten asignar generación de manera flexible a costos competitivos, sin depender de caprichos meteorológicos.
Para los países en desarrollo, este tipo de fuentes asegura tanto el impulso económico como la protección ambiental. La electricidad confiable respalda la actividad industrial, la agricultura mecanizada, la gestión de datos en la era digital y tecnologías esenciales para la salud y el bienestar, como la refrigeración y la climatización. La obsesión por la energía verde ignora estos pilares básicos de la vida moderna y desprecia las necesidades reales de quienes aún luchan por condiciones dignas.
No hay lugar para el dogmatismo climático en sociedades que deben preparar sistemas capaces de atender a decenas de millones de nuevos usuarios, industrias emergentes y procesos acelerados de urbanización. Se necesita una política energética sustentada en lo posible, no en consignas.
Incluso en países de altos ingresos crece la desilusión. En España, los consumidores encaran la posibilidad de restricciones eléctricas y precios elevados, mientras analistas cuestionan si la dependencia de fuentes sujetas al clima ha debilitado la red. El fracaso no se puede ocultar y las consecuencias recaen en los ciudadanos.
La BBC informó que hogares en los Países Bajos reciben instrucciones para reducir su consumo en horas punta debido a que la red se encuentra saturada por la expansión acelerada de la energía eólica y solar. A pesar de ser una economía rica y con ingeniería avanzada, el país afronta inestabilidad en su sistema eléctrico. Este hecho revela el límite práctico de un modelo elevado a dogma político.
Ese ejemplo debe servir de advertencia a las naciones más pobres, especialmente a aquellas cuyo crecimiento urbano supera con amplitud el ritmo europeo. Si un país de dieciocho millones de habitantes no logra sostener un sistema dominado por renovables sin décadas adicionales de inversión, el desafío para Estados como Nigeria, Pakistán o Bangladés —cada uno con más de doscientos millones de habitantes— resulta casi inabordable.
La agenda verde se apoya en la idea errónea de que las emisiones de gases de efecto invernadero, en particular el CO₂ procedente de la generación eléctrica, impulsan el calentamiento global y deben eliminarse. Esa premisa, de carácter pseudocientífico, recibe cuestionamientos cada vez más frecuentes.
Los físicos William Happer y Richard Lindzen expresaron públicamente sus posturas disidentes en un programa de Joe Rogan que superó el millón de reproducciones en YouTube. Señalan que la idea de que el CO₂ controla el clima terrestre responde a un planteamiento radiativo desactualizado. En su artículo de 2024, “Net Zero Averted Temperature Increase”, concluyen que eliminar los combustibles fósiles modificaría la temperatura global en menos de 0,2 °C, una cifra dentro del margen de variabilidad natural. Otro análisis refuta de manera directa la afirmación de que las emisiones industriales de CO₂ puedan calentar el planeta de forma catastrófica.
En la práctica, los países en desarrollo reciben presiones para frenar su crecimiento económico con el fin de evitar una crisis climática que, de acuerdo con evidencia científica seria, se ha exagerado de manera notable. El informe de la CO₂ Coalition, “Effects of Net Zero by 2050”, advierte que esas políticas provocan daños humanos significativos, como pérdida de empleos, inflación y freno a la industrialización.
Según el Banco Mundial, seiscientos setenta y cinco millones de personas aún carecen de acceso a la electricidad, y otras cuatrocientas cincuenta millones padecen redes eléctricas poco confiables. Ninguna de ellas saldrá de la pobreza sin generación abundante y controlable.
Las naciones en desarrollo de África, Asia y América Latina deben dejar de ceder ante la presión ideológica verde. No deben aceptar lecciones de quienes en Occidente alcanzaron riqueza sin restricciones y ahora intentan negar a otros la misma vía hacia el progreso.
