“Una de las formas más peligrosas de error humano”, observó el difunto estratega estadounidense Paul Nitze, “es olvidar lo que uno intenta conseguir”. Desde hace varios años, Estados Unidos considera, con razón, que China es su único competidor estratégico. Sin embargo, Estados Unidos no está haciendo caso de la advertencia de Nitze.
En 2018, la administración Trump publicó un documento histórico, la Estrategia de Defensa Nacional de Estados Unidos, que advertía que Estados Unidos estaba volviendo a una era de competencia de grandes potencias, con Rusia y China como amenazas clave. La Estrategia de Defensa Nacional 2022 se basó en este tema y señaló correctamente a Pekín como la principal amenaza, señalando que China es el “único competidor ahí fuera tanto con la intención de remodelar el orden internacional como, cada vez más, con el poder para hacerlo”.
Estados Unidos se ha dado cuenta, aunque tarde, de la amenaza que representa China. Pero aún tiene que asimilarla plenamente.
Estados Unidos tiene razón al señalar que China es el único “desafío de ritmo” a largo plazo, una visión que probablemente incorpore el poderío económico y militar de Pekín y la mediocre actuación de Rusia en el campo de batalla en Ucrania. Pero Washington y sus aliados necesitan convertir esta noción en algo más: una idea animadora.
Para disuadir a un Pekín beligerante, Estados Unidos debe dar prioridad al Indo-Pacífico, y esta perspectiva debe ser compartida por todas las agencias y actores relevantes.
Los responsables políticos estadounidenses deben centrarse en el Indo-Pacífico y subordinar otros objetivos en consecuencia. Los responsables de proteger y promover los intereses estadounidenses en Europa, Oriente Medio, América Latina y otros lugares deben considerar sus respectivas regiones teniendo en mente la amenaza china. Esto puede sonar extremo, pero la historia nos dice que es esencial.
Al fin y al cabo, Estados Unidos ganó tanto la Segunda Guerra Mundial como la Guerra Fría al priorizar correctamente a la Alemania nazi y a la Unión Soviética, respectivamente. Los planificadores de la defensa y los diplomáticos, la industria y la sociedad civil estadounidenses demostraron una aguda, aunque a veces imperfecta, capacidad para centrarse en la amenaza preeminente.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la administración Roosevelt siguió una estrategia de “Europa primero”, que daba prioridad a la amenaza que suponía la Alemania nazi sobre la que representaba el Japón Imperial. Berlín era, entre otras cosas, más poderosa industrialmente y representaba un peligro mayor para las zonas económicamente más desarrolladas del mundo, con unas capacidades y un alcance que superaban con creces a su aliado del este asiático.
Del mismo modo, durante la Guerra Fría hubo una decisión bipartidista de dar prioridad a ciertas zonas del globo sobre otras. Y lo que es más importante, las acciones norteamericanas en otros escenarios solían llevarse a cabo en el entendimiento de que sólo la Unión Soviética constituía la principal amenaza. Esto no quiere decir que otras regiones y escenarios dejaran de tener importancia o que la tuvieran en menor medida. Más bien, la estrategia y la política estadounidenses se formularon teniendo en cuenta principalmente la amenaza soviética. Los acuerdos de seguridad colectiva y las alianzas bilaterales se construyeron y mantuvieron en consecuencia.
Los responsables políticos estadounidenses elaboraron políticas en el llamado “Tercer Mundo” y en otros lugares con la idea de que la Unión Soviética era el principal oponente de Estados Unidos y todo lo demás partía de ese punto de partida. Ahora se necesita un nivel de concentración similar.
En 1900, un senador estadounidense llamado Albert Beveridge afirmó: “la potencia que gobierna Asia gobierna el mundo”. Su proclamación, sin embargo, fue prematura; Europa, y no Asia, siguió siendo la potencia industrialmente desarrollada durante la mayor parte del siglo siguiente. Sin embargo, ese no es el caso hoy, ni lo será en un futuro previsible.El incipiente consenso bipartidista de que China es el único competidor estratégico es correcto. Como ha señalado, entre otros, el estratega Elbridge Colby, Asia pronto representará más del 50 por ciento de la economía mundial.
De hecho, China es un oponente formidable. Pekín está mucho más integrada económicamente en la economía mundial que la Alemania nazi o la Unión Soviética. Esto proporciona al Imperio del Centro una enorme influencia y lo hace más inmune a los regímenes de sanciones que Estados Unidos ha adoptado contra otros adversarios, desde Damasco hasta Moscú. China tiene un verdadero asfixiante control sobre sectores clave de la economía estadounidense, ya que posee la capacidad de cortar materiales clave, desde metales de tierras raras que son esenciales para nuestra infraestructura hasta medicamentos de uso cotidiano.
Como ha argumentado convincentemente el historiador Cathal J. Nolan, las guerras, tanto frías como calientes, se ganan en gran medida por el poder industrial, entre otros factores. En ese frente, China representa una amenaza a la que Estados Unidos nunca se ha enfrentado.
China es el mayor Estado policial de la historia mundial, con poderes de vigilancia que envidiarían Stalin o Hitler. Sin duda, las sociedades libres innovan; la misma represión en la que se basa la China comunista obstaculiza la innovación tecnológica que sigue siendo la fuerza de Occidente. Pero China ha demostrado ser un ladrón de primera clase; lo que no puede crear lo piratea y roba con gusto.
Pekín tiene otra ventaja: una ventaja inicial. China no ha cesado en su empeño de poner patas arriba el orden internacional liderado por Estados Unidos. Su poderío militar, en rápida expansión, muestra a una China que busca proyectar su poder más allá de sus costas. Por el contrario, Estados Unidos y sus aliados han estado subsistiendo con una dieta constante de ilusiones, insistiendo -a pesar de las crecientes pruebas- en que China se liberalizaría políticamente de alguna manera y se convertiría en un “actor responsable”. Los días de creer en tales fantasías tienen que terminar. Ya no podemos permitírnoslas.
Dar prioridad a China tiene implicaciones significativas. La base industrial de defensa de Estados Unidos está, en la actualidad, mal equipada para esta realidad. En consecuencia, será necesario ampliar su alcance y reforzarla. Hay que tener en cuenta la potencia industrial y manufacturera de China.
La historia también nos dice que en el Indo-Pacífico tanto la guerra como una disuasión creíble suponen una gran carga logística. También revela lo esenciales que pueden ser el poder naval y aéreo, factores que deberían reflejarse en la financiación de la defensa. En 1961, el General retirado Douglas MacArthur dijo al entonces Presidente John F. Kennedy que “cualquiera que quiera enviar tropas terrestres a Asia necesita que le examinen la cabeza”. Como ha documentado el historiador Mark Perry, en una reunión posterior, tres meses más tarde, MacArthur añadió que la mayor fortaleza de Estados Unidos era su economía y que el poder naval era su mayor activo militar. Son buenos adagios a tener en cuenta hoy en día, tanto en tiempos de guerra como para mantener la paz.
De cara al futuro, disuadir y hacer frente a la agresión de China debe ser la principal idea animadora de la política exterior estadounidense. Y no hay ni un segundo que perder. Como solía decir Napoleón a sus generales: “Puedo daros todo menos tiempo”.