El vaivén de la última semana en torno a un posible acuerdo entre Hamás e Israel ha resultado desconcertante. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, declaró el domingo ante la prensa que espera un acuerdo en el plazo de una semana. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, durante su visita a Washington D. C., se reunió con numerosas familias de los rehenes. Una vez más, el mundo contiene la respiración.
Según se ha informado, el acuerdo en negociación consta de dos fases. La primera contemplaría la devolución de diez rehenes con vida y dieciocho cuerpos. La segunda, sujeta a una nueva ronda de negociaciones, incluiría a los diez rehenes restantes y a otros siete cadáveres.
Por supuesto, Hamás elegirá qué diez personas entregará y a cuáles continuará torturando. También establecerá cuántos terroristas más deberá liberar Israel de sus prisiones como “precio” por devolver a los rehenes inocentes. Su crueldad no conoce límites.
Mientras tanto, las Fuerzas de Defensa de Israel informaron el lunes que otros tres soldados murieron. Y el mundo continúa, de forma casi automática, denigrando a Israel.
La situación se vuelve agotadora para la ciudadanía israelí, para la comunidad internacional que respalda a Israel, para los miembros de la Knéset que siguen enfrascados en disputas internas, para las familias de los rehenes que siguen padeciendo y, ante todo, para los propios rehenes.
Estos rehenes ni siquiera son ya clasificados según criterios humanitarios u otros. Todos, sin excepción, presentan un deterioro acelerado. El espíritu humano es admirable, pero tiene un límite. Ellos ya lo han superado con creces.
Es imperativo hacer todo lo necesario para lograr su liberación cuanto antes. Como siempre, los obstáculos se encuentran en los detalles. Israel continúa negociando cada uno de esos detalles con sumo rigor día tras día, mientras sostiene la guerra en Gaza y abastece de alimentos a la población gazatí.
A pesar de ello, el mundo sigue sin ejercer una presión efectiva sobre Hamás, la organización que mantiene retenidas a esas personas. En cambio, la presión recae, cada vez con más intensidad, sobre Israel.
Se exige un acuerdo. ¿En qué términos? Se impide el ingreso de ayuda. Luego se exige permitirlo. Se reclama que Hamás no controle esa ayuda. Luego se critica que Israel la administre.
Se exige no abandonar a los gazatíes en medio de la destrucción. Luego se condena cualquier esfuerzo de reconstrucción porque una nueva ciudad “podría parecer un campo de concentración”.
Se trata de un ciclo interminable de contradicciones. Jugadas circulares sin un vencedor claro, salvo Hamás —o lo que queda de ella— que sigue aferrada al poder, se niega a liberar a los rehenes, conserva relevancia y acumula simpatía internacional, que pronto se traducirá en financiamiento.
Israel puede haber vencido a Irán y Hezbolá en el plano militar, pero no ha logrado revertir el rumbo de la guerra narrativa. Y quizá haya llegado el momento de admitir que ninguna verdad, ni siquiera una bien documentada, ni gesto alguno de buena voluntad, bastará para conseguirlo.
¿Qué implica todo esto? Que Israel debe dejar de tomar decisiones en función de una aprobación internacional que no llegará. La campaña de presión militar sobre Hamás debe mantenerse sin disculpas ni vacilaciones.
No deben permitirse más entregas parciales de rehenes. No debe contemplarse ningún acuerdo por fases. No debe haber más dilaciones. No debe seguir discutiéndose sobre el “día después”. No debe ampliarse más la ayuda. No deben ofrecerse incentivos. Si Hamás no accede a liberar a todos, la presión militar deberá intensificarse. Solo cuando Hamás perciba que Israel ha abandonado la mesa de negociaciones, considerará seriamente un acuerdo que ponga fin al conflicto.
Es cierto que el cansancio provocado por la guerra existe. Pero ese cansancio no debe orientar la política de seguridad ni condicionar los términos para el fin de las hostilidades.
Para Hamás, ese cansancio se interpreta como una señal de debilidad. Cuanto más tiempo logre conservar el poder y retener a los rehenes, más convencidos estarán sus líderes de poder negociar una posición ventajosa para el periodo posterior a la guerra.
A pesar del desgaste, Israel debe aumentar de manera exponencial la presión militar y política sobre Hamás, sin atender a las objeciones de quienes critican esa postura, como si la vida de los veinte rehenes aún con vida dependiera de ello. Porque así es.
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