Por segunda vez en una década, Estados Unidos se ha retirado de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), y la decisión no ha llegado demasiado pronto. Aunque fue fundada con el espíritu esperanzador del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial para promover la paz, la educación, la ciencia y la cultura, desde hace tiempo se ha desviado de esos objetivos fundamentales.
Hoy en día, UNESCO es más conocida por su politización y su reiterada alineación con agendas contrarias a Israel que por cualquier aporte significativo al progreso global. Estados Unidos actuó con acierto al desvincularse, y conviene recordar al mundo las razones de fondo.
Creada en 1945, la UNESCO fue concebida como un brazo cultural de las Naciones Unidas con el propósito de contribuir a la reconstrucción de sociedades devastadas por la guerra mediante la promoción de la educación, la cooperación científica y la preservación del patrimonio cultural. Estados Unidos fue miembro fundador, y su respaldo resultó esencial para que la agencia alcanzara prestigio y financiación en sus primeros años.
Sin embargo, a partir de la década de 1970, y con mayor intensidad en las décadas siguientes, la UNESCO comenzó a desviarse de su curso original. Se convirtió en una plataforma para disputas ideológicas, a menudo dominada por regímenes que no muestran interés por la democracia, los derechos humanos ni la integridad histórica. En lugar de funcionar como un organismo neutral orientado a fomentar la cooperación cultural, se transformó gradualmente en un foro de ataques politizados, en especial contra Israel.
El historial de la UNESCO respecto a Israel resulta profundamente preocupante. Resolución tras resolución, la agencia ha contribuido a borrar la historia judía en la tierra de Israel, incluida Jerusalén. En 2016, aprobó una resolución en la que se refería al Monte del Templo —el sitio más sagrado del judaísmo— exclusivamente con su denominación islámica, “Al-Haram al-Sharif”, negando de forma efectiva los vínculos históricos y religiosos del judaísmo con ese lugar.
En otro caso, la UNESCO declaró a la ciudad antigua de Hebrón y a la Tumba de los Patriarcas —un sitio sagrado para judíos, cristianos y musulmanes— como “patrimonio mundial palestino en peligro”, sin reconocer la presencia judía milenaria en ese lugar. Estas decisiones distorsionan la historia y agravan las tensiones en lugar de favorecer la paz. En vez de promover el diálogo, la UNESCO ha brindado respaldo al relato antiisraelí impulsado por países que no respetan la tolerancia ni el pluralismo.
El desvío de la UNESCO no se limita a la cuestión israelí. La agencia ha intentado inmiscuirse en políticas educativas nacionales, lo que ha generado reacciones adversas por parte de gobiernos soberanos. En Hungría y Polonia, por ejemplo, criticó reformas curriculares sin tener en cuenta las decisiones democráticas de esos países ni sus complejos contextos históricos. Al mismo tiempo, promovió marcos educativos controvertidos sobre género y sexualidad en lugares como Nigeria e Indonesia, donde tales propuestas fueron consideradas culturalmente insensibles y provocaron una amplia oposición social.
Resulta aún más inquietante la tendencia de la UNESCO a mantener relaciones cercanas con regímenes autoritarios mientras ignora sus graves violaciones a los derechos humanos. Ha elogiado los programas de alfabetización de Cuba, pese a la represión del pensamiento libre y el encarcelamiento de disidentes por parte del régimen. Ha celebrado las contribuciones culturales de Irán sin pronunciarse sobre la censura, la opresión contra las mujeres y la persecución de educadores en ese país. En China, donde millones de uigures son sometidos a reeducación forzada e indoctrinación, la UNESCO ha colaborado en proyectos patrimoniales sin emitir palabra alguna sobre el genocidio cultural en curso. La agencia ha privilegiado con frecuencia la apariencia y las alianzas por encima de la integridad y la rendición de cuentas.
Además, su aparato burocrático sobredimensionado y la mala gestión de recursos han sido motivo de preocupación constante. En 2011, tras conceder la membresía plena a la Autoridad Palestina —pese a que esta no es reconocida como Estado en el marco del derecho internacional—, Washington suspendió su financiamiento conforme a una ley federal de 1990, firmada por el presidente George H. W. Bush, que prohíbe las contribuciones estadounidenses a cualquier agencia de la ONU que admita a Palestina como miembro pleno. Desde entonces, la UNESCO ha seguido en franco deterioro, priorizando los gestos simbólicos por encima de la sustancia, y la política por encima de los principios.
Quienes critican la retirada argumentarán que el compromiso es preferible a la ausencia y que la reforma debe surgir desde dentro. Sin embargo, Estados Unidos ya ha intentado ese camino, más de una vez. Se retiró de la UNESCO durante el gobierno de Ronald Reagan en 1984 debido a su sesgo antioccidental y a su deficiente administración. Reingresó en 2003 bajo la presidencia de George W. Bush en un gesto de cooperación, y volvió a suspender los fondos en 2011. Ninguna de esas acciones condujo a un cambio sustancial.
Abandonar la UNESCO no equivale a renunciar al liderazgo global. Es una afirmación clara de que Estados Unidos no legitimará ni financiará con recursos públicos a organismos que traicionan sus misiones fundacionales y se convierten en instrumentos de propaganda y revisionismo histórico. El compromiso con la preservación de la cultura y la educación a escala internacional debe mantenerse, pero a través de instituciones y alianzas que reflejen auténticamente esos valores.
La UNESCO tuvo un inicio noble, pero ha perdido el rumbo. La salida de Estados Unidos debe interpretarse como una advertencia, para las Naciones Unidas y también para todo organismo internacional que permita que la política prevalezca sobre los principios.
Las opiniones y afirmaciones expresadas en este artículo pertenecen exclusivamente a su autor. Ni JNS ni sus socios asumen responsabilidad alguna por su contenido.
