Cuando en estos días escucho a los arquitectos de la expulsión de Gush Katif, como Dov Weissglas y Guilad Sharon, ser entrevistados con motivo del vigésimo aniversario del plan de desconexión de Gaza, y los oigo reafirmar su postura de que aquella fue una decisión política acertada, o cuando escucho a políticos veteranos, tanto en funciones como retirados, que incluso tras la catástrofe del 7 de octubre siguen insistiendo en la solución de los dos Estados, me cuesta comprender qué más debe ocurrir para que estas personas despierten de la concepción que aún los domina.
El dolor más profundo que experimento es la sensación de pérdida entre los jóvenes. Mis nietos y sus amigos, miembros de la tercera generación tras la expulsión, crecieron con ideales firmes. Aunque están convencidos, sin reservas, de que la única forma de garantizar tranquilidad es mediante el asentamiento en Gaza, la expulsión de los palestinos y el control militar del territorio, aclaran que, si se les ofreciera la posibilidad de establecerse allí, no lo harían. Explican que su negativa se debe a la falta de confianza en las instituciones del Estado y a una amarga constatación: incluso líderes como Ariel Sharon, si se ven sometidos a investigaciones políticas o a presiones internacionales del gobierno estadounidense, podrían acabar impulsando una nueva expulsión.
Y la verdad es que, en los años posteriores a aquella expulsión, al observar cómo adolescentes llenos de valores y convicciones se derrumbaron de golpe en mundos de silencio, aislamiento y abandono escolar, no puedo culparlos. Muchos de ellos no encontraron respuesta en los sistemas formales, mucho menos en las clases de civismo, que se convirtieron en consignas vacías. Lo que más necesitaban era un sistema que reconociera su dolor y la tragedia que los marcó.
Hace aproximadamente dos años, cuando concebí el enfoque del “morantor” como parte del programa de formación para estudiantes en la facultad que dirijo, tuve en mente precisamente esas experiencias postraumáticas que niños y adolescentes arrastraron durante años después de la expulsión. Entendí que, incluso antes de abordar los aspectos pedagógicos, era fundamental dotar a los docentes de herramientas emocionales, educativas y éticas que les permitieran convertirse en un sostén sólido para sus futuros alumnos.
Tras el 7 de octubre, creímos firmemente que, entre las ruinas, las casas quemadas de los kibutzim y las imágenes desgarradoras de fiestas convertidas en masacres atroces, la antigua concepción se derrumbaría y daría paso a una nueva y completamente distinta. Y, en efecto, durante los primeros meses de la guerra comenzaron a percibirse los primeros indicios de un despertar en amplios sectores de la izquierda israelí.
Sin embargo, como vemos ahora, una memoria desvinculada de la tradición, de la historia judía y de la justicia de nuestra causa está condenada a desdibujarse hasta convertirse en una pérdida de rumbo moral, que se manifiesta en la creación de una falsa y perversa simetría entre los muertos en Gaza y los monstruos humanos que, solo ayer, perpetraron una matanza con una crueldad inédita desde la Shoá.
Cuando escucho que incluso hoy, precisamente en estos días, hay residentes de kibutzim en la zona adyacente a Gaza que se esfuerzan por asistir a palestinos de Gaza y los trasladan al hospital Soroka, o cuando oficiales del Estado Mayor rechazan rotundamente cualquier posición que apoye una nueva presencia israelí en Gaza, me pregunto si aún existe algo que pueda hacer que esas personas despierten de sus ilusiones.
Todavía hay decenas de familias desplazadas de Gush Katif que no han logrado reconstruir sus vidas ni rehacerse. Algunas de ellas, como yo mismo, viven en viviendas temporales en la localidad de Nitzan. Proyectos de vida dedicados a la exportación agrícola, con líneas de producción activas hacia Europa, fueron entregados a nuestros enemigos en bandeja de plata y destruidos al día siguiente por un enemigo bárbaro y desenfrenado. ¿Y qué hizo el Estado? En lugar de convertir a los expulsados de Gush Katif en símbolo de resistencia sionista y nacional, optó por dejarlos atrás, junto con sus sentimientos de culpa, y desentenderse de la deuda moral y nacional hacia esos pioneros que cargaron con el ideal del asentamiento y fueron sacrificados por decisiones infames.
Por eso, antes de hablar de una nueva colonización, debemos restaurar la fe de la juventud en las instituciones del Estado y la conciencia de la responsabilidad moral y nacional que recae sobre sus hombros, para garantizar que nunca vuelvan a sufrir en carne propia las tragedias y las injusticias que vivieron sus padres.