Cuando en estos días escucho a los arquitectos de la expulsión de Gush Katif, como Dov Weissglas y Guilad Sharon, ser entrevistados con motivo del vigésimo aniversario del plan de desconexión de Gaza, y los oigo reafirmar su postura de que aquella fue una decisión política acertada, o cuando escucho a políticos veteranos, tanto en funciones como retirados, que incluso tras la catástrofe del 7 de octubre siguen insistiendo en la solución de los dos Estados, me cuesta comprender qué más debe ocurrir para que estas personas despierten de la concepción que aún los domina.
El dolor más profundo que experimento es la sensación de pérdida entre los jóvenes. Mis nietos y sus amigos, miembros de la tercera generación tras la expulsión, crecieron con ideales firmes. Aunque están convencidos, sin reservas, de que la única forma de garantizar tranquilidad es mediante el asentamiento en Gaza, la expulsión de los palestinos y el control militar del territorio, aclaran que, si se les ofreciera la posibilidad de establecerse allí, no lo harían. Explican que su negativa se debe a la falta de confianza en las instituciones del Estado y a una amarga constatación: incluso líderes como Ariel Sharon, si se ven sometidos a investigaciones políticas o a presiones internacionales del gobierno estadounidense, podrían acabar impulsando una nueva expulsión.