El 18 de julio de 1994 a las 9.53 se escuchó una fuerte explosión, seguida por un gigantesco hongo de humo y polvo, destruyó 85 vidas, 85 historias, 85 familias.
En cuestión de segundos arrasó con la sede de la organización judía más emblemática de la Argentina y todo lo que estaba a su alrededor.
Pánico. Ambulancias. Gente corriendo. Vidrios rotos cayendo de las ventanas de los edificios, cubriendo toda la calle. Gritos que surgían de la multitud mezclaban historias milagrosas y trágicas casualidades del destino.
Muerte por decenas. Muerte. Muerte. Personas gravemente heridas trasladadas a centros asistenciales. Espontáneamente cientos de voluntarios se hacen presentes para ayudar, para contener, para compartir el llanto.
La comunidad debía reorganizarse. El edificio de la calle Ayacucho 632 comenzó a funcionar como centro de reunión e información sobre las víctimas del atentado y sede de AMIA. En poco tiempo las funciones esenciales se reanudaron, en especial las relacionadas con el servicio social.
La comunidad, en medio de tanto dolor, respondía.
Hubo 85 víctimas fatales. Más de 300 heridos. Un edificio con la historia judía de la Argentina destruido. Una herida abierta que hasta el día de hoy no cierra.
El más horrendo acto antijudío después de la Segunda Guerra Mundial sucedió en la Argentina; en Pasteur 633. Era un 18 de julio de 1994, 9.53.