El amanecer del 30 de julio trajo consigo una sombra sobre Beirut, una sombra de precisión y retribución. Las Fuerzas de Defensa de Israel, con una exactitud quirúrgica, lanzaron un ataque dirigido contra un objetivo de Hezbolá en la capital libanesa.
Esta respuesta llegó como un eco, resonando tres días después de un ataque con cohetes lanzado por Hezbolá que arrebató la vida de doce inocentes, niños y adolescentes, en la tranquila ciudad de Majdal Shams, en el norte del Golán.
El aire aún vibraba con la tensión de la represalia, y la incertidumbre flotaba en el ambiente: ¿habría concluido esta nueva ronda de escalada? Lo único certero era que Hezbolá añadiría este episodio a su lista de agravios, una pieza más en el complejo puzle de su conflicto con Israel.
La chispa que encendió esta conflagración fue un ataque de Hamás el 8 de octubre, que despertó en Hezbolá un viejo anhelo de guerra. Desde su pasado combativo, el grupo libanés ha tejido una narrativa de resistencia contra Israel, una justificación para su arsenal creciente, especialmente después de la retirada israelí del Líbano en el año 2000.
Como una extensión del “eje de resistencia” iraní, Hezbolá se presenta como un baluarte de lucha contra Israel, aunque sus acciones también siguen una agenda propia, marcada por la ambición de su líder y la influencia de Teherán.
En un juego de presiones y provocaciones, Hezbolá ha tratado de moldear su conflicto con Israel a su favor, reclamando incluso la región del Monte Dov como territorio libanés. Las tensiones en esta zona se intensificaron en 2023, mucho antes de la fatídica fecha del 7 de octubre.
En ese año, un acuerdo marítimo auspiciado por Estados Unidos parecía un camino hacia la paz, pero Hezbolá vio en él una oportunidad para aumentar la presión. Como una serpiente acechando a su presa, el grupo observó y aprendió, y en lugar de disminuir la tensión, escaló sus provocaciones.
El 7 de octubre marcó un punto de inflexión. Con una sincronización calculada, Hezbolá alineó sus ataques con los de Hamás, dejando que la organización palestina dictara el ritmo de la confrontación. Lo que comenzó con pequeños ataques con morteros y cohetes pronto se intensificó, introduciendo misiles antitanque y drones en su arsenal ofensivo.
Hezbolá mostró sus colmillos, incrementando sus capacidades con drones y cohetes más sofisticados, entre ellos los pesados Burkan y Falaq-1, de fabricación iraní. Fue un Falaq-1 el que trajo la tragedia a Majdal Shams, sellando el destino de doce jóvenes vidas y marcando un capítulo oscuro en esta historia de violencia y resistencia.
Así, la guerra continúa su espiral, un laberinto de hostilidades en el que cada movimiento está cargado de incertidumbre y cada acción es una apuesta en un juego de alto riesgo. La sombra del 30 de julio persiste, un recordatorio de que la paz es una ilusión frágil en una región atrapada en el fuego cruzado de intereses y venganzas.
Desde el 8 de octubre, el rugido de los cañones no ha cesado en la frontera norte de Israel. Hezbolá ha desatado una tormenta de fuego, lanzando unos 6.000 proyectiles y desplegando una flota de drones kamikaze de precisión mortal.
Los ataques, en ocasiones, han atravesado la línea imaginaria de seguridad, extendiéndose más de 10 millas dentro del territorio israelí, más allá de la zona evacuada por el país en un intento por proteger a su población. En este tablero de ajedrez letal, Hezbolá ha tomado la iniciativa, eligiendo con precisión cuándo y dónde golpear.
Curiosamente, el grupo chií ha mostrado cierta calculada moderación, evitando en su mayoría áreas civiles y centrando su furia en objetivos militares como el Monte Meron y varias bases estratégicas.
Así, aunque 6.000 ataques suenen a una lluvia de muerte, el número de víctimas ha sido relativamente bajo, al menos hasta ahora. Sin embargo, el goteo de sangre se intensifica. Doce personas murieron en Majdal Shams y, en un triste añadido al recuento, hoy una persona murió en el Kibutz HaGoshrim.
Hezbolá ha delineado el norte de Israel como una “zona de combate”, una tierra de nadie donde se atribuyen el “derecho” de atacar a su antojo. Más allá de esos límites, en lugares como Tiberíades o Haifa, se abriría la puerta a una escalada indeseada.
Así, el grupo ha reescrito las reglas del enfrentamiento, y, hasta el momento, Israel ha aceptado jugar bajo estas nuevas condiciones. Los líderes israelíes, cautelosos, optan por evitar la guerra a toda costa, prefiriendo las evacuaciones a la devastación total y respondiendo con municiones de precisión, buscando una respuesta proporcionada y limitada.
Mientras tanto, Irán, usando a Hezbolá como su mano invisible, libra una guerra sin fronteras dentro de Israel, un hecho sin precedentes desde la guerra de 1948.
Históricamente, Israel ha sido el agresor dominante, como en la fulminante campaña de 1967 o la ofensiva de 1973, donde, a pesar de los contratiempos iniciales, las Fuerzas de Defensa de Israel tomaron rápidamente la iniciativa. Pero hoy, el escenario ha cambiado; se lucha una guerra de desgaste, una estrategia que favorece a Hezbolá.
Las autoridades israelíes destacan con orgullo la pérdida de 300 combatientes de Hezbolá, un recordatorio de que han infligido dolor a su enemigo. Sin embargo, la balanza de pérdidas es más pesada para Israel. Dejar que Hezbolá controle el norte es un costo que Israel no puede permitirse.
Por su parte, Hezbolá parece tener menos que perder, permitiendo que Israel bombardeé lanzaderas y puestos de observación en el Líbano, sin que esto afecte significativamente su capacidad operativa. En este juego mortal, ambos bandos caminan sobre una cuerda floja, al borde de un abismo que ninguno desea cruzar, pero que ninguno puede evitar enfrentar.
La masacre de Majdal Shams fue un momento decisivo, un estruendo que resonó por todo Israel y más allá. Fue como si Hezbolá hubiera atravesado una frontera invisible, pero infranqueable, desencadenando la furia de un gigante dormido. En respuesta, el ministro de Defensa israelí y altos funcionarios de la nación no dudaron en prometer una represalia contundente, dejando en el aire la pregunta de si el ataque en Beirut del 30 de julio sería el último acto de esta oscura sinfonía.
Pero en las sombras, Hezbolá observaba con astucia, previendo cada movimiento de su oponente como un ajedrecista consumado. Para ellos, esta confrontación era un guión escrito con sangre y fuego, destinado a culminar con una tensa tregua y la promesa de futuras escaramuzas.
Mientras tanto, los ataques diarios se reanudaban, como un tambor de guerra incesante que enviaba un mensaje claro: “Hemos tomado el norte de Israel, y ahora reclamamos el derecho a atacar cualquier punto dentro de diez millas de la frontera. Si osáis intensificar, responderemos con fuerza en Haifa o donde elijamos”.
Esta era la peligrosa ecuación de Hezbolá, un juego de poder respaldado por los aliados de Irán que también intensificaban sus ofensivas. Los hutíes, no queriendo quedarse atrás, atacaron Tel Aviv el 19 de julio, cobrando una vida y provocando una respuesta israelí en Hodeidah. En otro frente, las milicias iraquíes declararon su intención de atacar nuevamente a las fuerzas estadounidenses, con la certeza de que no habría una represalia significativa.
Irán, mientras tanto, se movía como un titán en las sombras, desmantelando pieza a pieza la histórica doctrina de seguridad israelí. Era un juego peligroso, donde el apetito de Hezbolá podría crecer desmesuradamente, quizás reclamando el “derecho” de atacar más adentro de Israel, tal como Hamás había expandido su alcance desde Sderot hasta las ciudades más grandes como Ashkelon, Ashdod, Tel Aviv y Jerusalén en las décadas pasadas.
Y así llegamos al punto crucial, con el ataque del 30 de julio en Beirut. La pregunta que resuena ahora en los pasillos del poder y en los corazones de los ciudadanos es clara: ¿Se mantendrá esta precaria ecuación de amenazas y respuestas, o está a punto de estallar en algo mucho más devastador?
Cada movimiento en este tablero de juego es crítico, y el mundo observa con respiración contenida, esperando ver cuál será el próximo paso en esta danza de guerra.