La muerte del Papa Francisco el 20 de abril de 2025 ha desatado un torrente global de lamentos, pero la respuesta de Israel —o más bien su ausencia— es un grito silenciado de desdén. Un comunicado escueto del presidente Isaac Herzog, el mutismo absoluto del primer ministro Benjamin Netanyahu y su gobierno, y el envío de una delegación diplomática de segunda categoría a las exequias vaticanas dibujan un cuadro de indiferencia premeditada. Este desplante no es un descuido; es la respuesta lógica a años de tensiones alimentadas por las posturas moralistas de Francisco, su descarada simpatía por la causa palestina y sus ataques velados al derecho de Israel a defenderse.
Mientras Israel desmantelaba quirúrgicamente a los líderes de Hamás y Hezbolá, y el destino —o una ironía divina— se encargaba del iraní Ebrahim Raisi en un oportuno accidente de helicóptero en mayo de 2024, parece que la providencia decidió bajar el telón para Francisco. La frialdad de Israel no es simple diplomacia; es un reproche mordaz a un pontífice que, en su afán por abanderar a los oprimidos, transitó con frecuencia los pantanos de la hipocresía moral.
El papado de Francisco estuvo marcado por un patrón persistente de declaraciones que pintaban a Israel como el agresor eterno y a los palestinos como víctimas perpetuas, un guion que encajaba sospechosamente bien con la retórica de los enemigos del Estado judío. En diciembre de 2024, condenó la “crueldad” de un bombardeo israelí en Jabaliya, Gaza, que mató a siete niños, exclamando: “Esto no es guerra, es crueldad”. Tales palabras, cargadas de emotividad y desprovistas de contexto sobre el uso de Hamás de civiles como escudos, eran la norma en su repertorio.
Apenas mencionó la barbarie del ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023, que dejó 1,400 israelíes muertos y más de 200 rehenes, pero no escatimó en pedir investigaciones sobre si las operaciones defensivas de Israel constituían “genocidio”. Su libro de noviembre de 2024, donde especulaba que la situación en Gaza podría encajar en la “definición técnica de genocidio”, fue una provocación particularmente infame, que llevó al Ministerio de Exteriores israelí a denunciar sus “dobles estándares” y su “señalamiento” al Estado judío.
El discurso de Francisco solía cruzar la línea entre crítica y condena. En septiembre de 2024, deploró las “horrendas” muertes de civiles palestinos, incluidos niños, en Gaza, criticando específicamente los ataques israelíes a escuelas afiliadas a la UNRWA —omitiendo, claro, el uso documentado de esos sitios por Hamás para operaciones militares—. Su afirmación de noviembre de 2023, tras reunirse con víctimas israelíes y palestinas, de que “el terrorismo no se combate con terrorismo”, equiparaba la respuesta militar de Israel con las atrocidades de Hamás, una equivalencia moral que indignó a los funcionarios israelíes. En plataformas como X, usuarios elogiaron a Francisco por calificar las acciones de Israel como “genocidio” y tildar a su ejército de “terrorista”, declaraciones que envalentonaron narrativas antiisraelíes y dieron cobertura espiritual a quienes buscaban deslegitimar al Estado judío.
Su defensa de una solución de dos Estados, aunque aparentemente equilibrada, solía inclinarse hacia las aspiraciones palestinas. En noviembre de 2023, abogó por “dos Estados bien definidos” con un estatus especial para Jerusalén, ignorando las preocupaciones de seguridad de Israel y las complejidades del estatus de la ciudad. El reconocimiento del Vaticano al “Estado de Palestina” en 2015 y sus encuentros en 2023 con el presidente palestino Mahmoud Abbas reforzaron su alineación con la causa palestina, a menudo a expensas de la legitimidad de Israel. Esto no era la mediación neutral de un líder espiritual global, sino el activismo de un pontífice que parecía disfrutar retratando a Israel como el villano en un drama moral simplista.
El momento de la muerte de Francisco, poco después de los golpes precisos de Israel contra los líderes de Hamás y Hezbolá, y la misteriosa caída de Raisi, invita a una interpretación casi poética. Mientras Israel neutralizaba a Yahya Sinwar y Hassan Nasrallah con precisión militar, el destino —o una burla celestial— se ocupó del pontífice y del lacayo de los ayatolás. El accidente de helicóptero de Raisi en las montañas brumosas de Azerbaiyán fue un regalo geopolítico para Israel, eliminando a un arquitecto clave de las guerras por delegación de Irán. La partida de Francisco, aunque menos espectacular, no fue menos conveniente para una nación agotada de sus sermones santurrones. Mientras Israel redibujaba el Medio Oriente con determinación y astucia, los cielos parecían alinearse, despejando el escenario de voces que amplificaban a sus adversarios.
Los defensores de Francisco podrían argumentar que fue un campeón de los marginados, una voz para el sufrimiento de Gaza. Sin embargo, su indignación selectiva —estridente por las víctimas palestinas, tímida por las israelíes— revelaba un sesgo que minaba su credibilidad. Sus llamadas diarias a la parroquia católica de Gaza, sus invocaciones lacrimógenas de niños “ametrallados” y sus acusaciones de “prepotencia” israelí como “invasor” no eran las palabras de un pacificador, sino de un partidario. Su incapacidad para condenar inequívocamente la masacre de Hamás del 7 de octubre, mientras criticaba con presteza la respuesta de Israel, expuso un punto ciego moral que Israel no podía ni perdonar ni olvidar.
La respuesta contenida de Israel a la muerte de Francisco es una lección magistral de menosprecio diplomático. El breve pésame de Herzog, carente de calidez, fue el mínimo exigido por el protocolo. La ausencia de declaraciones de Netanyahu o su gabinete es ensordecedora, una señal de que Israel no le debe homenaje a un hombre que tantas veces se posicionó en su contra. La elección de una delegación diplomática secundaria para el funeral —en lugar de un enviado de alto rango como el ministro de Exteriores, Israel Katz— refuerza este mensaje. Es un gesto calculado, reflejo de una nación que ha soportado años de moralismos de Francisco mientras enfrentaba amenazas existenciales de Hamás, Hezbolá e Irán.
Esta contención no es cobardía, sino claridad. Israel, asediado, pero resuelto, no tiene por qué fingir duelo por un pontífice que dio voz a sus detractores. El silencio del gobierno habla más alto que las palabras, un testimonio de su enfoque en la supervivencia por encima de la sentimentalidad. La huella de Francisco en Israel es de alienación, no de admiración. Sus llamados a la paz, envueltos en retórica universalista, a menudo sonaban como acusaciones contra la misma existencia de Israel. Su partida, como la de Raisi, marca el fin de una era de voces adversas, voces que Israel ha superado con temple y astucia.
El Papa Francisco se imaginaba como constructor de puentes, pero en la guerra entre Israel y los terroristas palestinos, quemó más puentes de los que levantó. Sus pronunciamientos santurrones, disfrazados de compasión, alimentaron la división en lugar del diálogo. El adiós gélido de Israel no es mezquindad, sino principio: una negativa a honrar a un hombre que, en su cruzada por los oprimidos, pisoteó la verdad con demasiada frecuencia. Mientras el Vaticano llora a su pastor caído, Israel avanza, libre del peso de sus palabras. El Medio Oriente es un lugar más crudo de lo que los lugares comunes de Francisco permitían, y nadie lo sabe mejor que Israel.