Irán ha elevado el tono contra Estados Unidos, advirtiendo que cualquier ataque aéreo desencadenará represalias inmediatas. Este ultimátum llega en un momento crítico: Donald Trump, aún influyente en la política estadounidense al 31 de marzo de 2025, presiona a Teherán con una retórica agresiva, mientras cazas estadounidenses refuerzan su presencia en Diego García. La República Islámica percibe un cerco militar y teme que Washington, frustrado por el estancamiento diplomático, opte por la fuerza. Su respuesta es tajante: no se quedará de brazos cruzados.
La estrategia iraní es audaz y multifacética. Teherán usa su programa nuclear como un ariete diplomático, insinuando avances para forzar concesiones, mientras estrecha lazos con Rusia y China, potencias que contrapesan la hegemonía estadounidense. Esta alianza no es casual.
Datos recientes muestran que Moscú ha incrementado su apoyo militar a Irán, con envíos de tecnología de drones, según reportes de inteligencia occidental de febrero de 2025. China, por su parte, consolida su rol como principal comprador de petróleo iraní, desafiando sanciones. Irán no solo juega a la defensiva; busca reconfigurar el equilibrio de poder.
Amir Ali Hajizadeh, comandante de la unidad aeroespacial de la Guardia Revolucionaria, encarna esta postura desafiante. En un video difundido en X el 28 de marzo de 2025, afirmó: “Estados Unidos tiene diez bases y 50.000 soldados en nuestra órbita. Son blancos vulnerables en una casa de cristal.” Su metáfora resuena como advertencia y cálculo: Irán posee misiles balísticos y drones capaces de alcanzar instalaciones en el Golfo Pérsico. El ataque de 2019 contra refinerías sauditas —atribuido a Teherán— y los golpes de sus aliados hutíes en Yemen demuestran que no es una amenaza vacía.
Estados Unidos, sin embargo, no está inmóvil. El despliegue del USS Harry Truman en el Golfo responde a los ataques hutíes, respaldados por Irán, contra intereses occidentales. Informes del Pentágono, citados en un artículo de Reuters del 25 de marzo, detallan que estos movimientos buscan disuadir a Teherán y sus proxies. Pero el riesgo es mutuo. Si Washington ataca, Irán podría desestabilizar Irak, Bahréin o Qatar, donde bases estadounidenses son piezas clave de su arquitectura militar regional. La Casa Blanca enfrenta un dilema: ceder terreno diplomático o encender un polvorín.
La prensa estatal iraní amplifica esta narrativa de resistencia. Un editorial de Press TV, publicado el 30 de marzo, calificó las amenazas de Trump como “un eco de arrogancia imperial” y prometió “un infierno para los agresores”. El canciller Abbas Araghchi, en una entrevista con Al Jazeera el 29 de marzo, fue más mesurado pero firme: “No negociaremos bajo coerción, pero la diplomacia sigue abierta.” Este doble discurso refleja la táctica de Irán: proyectar fortaleza sin cerrar del todo la puerta.
El contexto histórico añade peso. En 2020, tras el asesinato de Qasem Soleimani, Irán bombardeó bases estadounidenses en Irak sin escalar a una guerra total. Hoy, con una economía asfixiada por sanciones y una población inquieta, Teherán necesita victorias simbólicas. Pero el margen de error es mínimo. Un paso en falso podría desatar un conflicto que ni Irán ni Estados Unidos controlen por completo. En este juego de nervios, el mundo observa, conteniendo el aliento.