El rugido de los motores de los cazas apenas había cesado cuando Israel hizo su anuncio: Hassan Nasrallah, el carismático líder de Hezbolá, había sido asesinado. Era sábado, y el cielo aún cargaba el eco de la explosión que había sacudido la noche del viernes, una ofensiva aérea masiva sobre la sede subterránea de la organización terrorista en Beirut.
El golpe no era solo una victoria táctica; era un terremoto político. Nasrallah no era simplemente un comandante más, era la columna vertebral de Hezbolá, el eje que sostenía las tensiones y equilibrios de Medio Oriente. Su muerte representaba un punto de inflexión, un cambio drástico en un tablero geopolítico, siempre al borde del incendio.
La orden de eliminarlo fue calculada con la precisión de un bisturí. El liderazgo israelí evaluó que, en los últimos días, había debilitado de manera significativa las capacidades militares de Hezbolá, reduciendo considerablemente la amenaza para el frente interno de Israel. No se trataba solo de eliminar a Nasrallah, sino de destrozar la capacidad de respuesta de la milicia. Por ello, apenas concluyó el ataque, Israel lanzó una segunda ola de bombardeos, esta vez contra el arsenal de misiles costeros de Hezbolá.
Esa misma noche, el contralmirante Daniel Hagari, portavoz de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI), advirtió sobre futuros ataques y lanzó una clara advertencia a los residentes de tres complejos del distrito de Dahiyeh, en Beirut: evacúen de inmediato. Una advertencia inusual, cargada de urgencia y temor. Temor a la represalia, a la posible respuesta de Hezbolá con su arsenal de misiles costeros, almacenados bajo edificios densamente poblados, misiles que aún no habían sido usados, y cuya capacidad de devastación iba desde objetivos marítimos hasta plataformas de gas. Sin embargo, para la mañana del sábado, el rugido de los bombardeos ya había silenciado gran parte de ese peligro; la mayor parte del arsenal había sido destruido, aunque aún quedaba una capacidad residual que amenazaba a los activos israelíes en el Mediterráneo.
El asesinato de Nasrallah resonó como un trueno en Líbano e Irán, una humillación pública para ambos países. Los medios estatales de Teherán, que inicialmente solo se limitaron a un escueto informe de los bombardeos, quedaron mudos ante la noticia. Fue el presidente iraní, Masoud Pezeshkian, quien rompió el hielo con declaraciones llenas de insinuaciones y promesas de venganza: “Ahora está claro que Israel es nuestro mayor enemigo, e Irán apoyará al Líbano”. Sus palabras fueron cuidadosamente seleccionadas: al hablar de “Líbano” y no solo de Hezbolá, insinuaba una agresión israelí contra todo el Estado libanés.
La tensión en Teherán era palpable. Según un informe del New York Times, el líder supremo, Ali Jamenei, convocó de urgencia al Consejo Supremo de Seguridad Nacional. Sin embargo, periodistas cercanos a la Guardia Revolucionaria desmintieron tal reunión, señalando la confusión y el desconcierto que la muerte de Nasrallah había sembrado en la cúpula iraní. Al mediodía del sábado, el ayatolá rompió su silencio con una declaración escrita: “Los criminales sionistas deben saber que son demasiado insignificantes como para causar un daño significativo a Hezbolá. El destino de la región lo determinarán las fuerzas de la resistencia”. Su tono, aunque desafiante, evidenciaba cautela. Moderación, quizás. ¿O miedo?
Para Irán, la pérdida de Nasrallah es un golpe directo a su hegemonía regional. No solo es la caída de un líder estratégico, sino el desmantelamiento de una pieza clave en su estructura de defensa, cuidadosamente diseñada para el día en que sus instalaciones nucleares se vean amenazadas. Y ahora, el régimen se encuentra frente a un dilema de proporciones épicas.
Por un lado, la presencia militar estadounidense en la región es imponente, su atención centrada por completo en Irán. Por otro, la capacidad de Israel para infiltrarse en territorio libanés y realizar ataques de precisión —como el ocurrido en abril, atribuido también a Israel, contra los sistemas de radar que protegen las instalaciones nucleares iraníes— ha dejado a Teherán al borde del abismo. La pregunta no es si responderán al asesinato de Nasrallah, sino cuándo y cómo.
Israel, por su parte, parece no estar dispuesto a perder el impulso. Los ataques en Líbano continuarán, aprovechando la crisis interna de Hezbolá, mientras la inteligencia israelí concentra su mirada fija y despiadada sobre Irán. La confirmación de que el comandante adjunto de la Guardia Revolucionaria, Abbas Nilforoushan, también había muerto en los ataques de Beirut, solo acelera la urgencia de una respuesta.
La muerte de Nilforoushan no es un hecho menor; tras la eliminación de su predecesor, Mohamed Reza Zahedi, en Damasco a principios de abril, Irán respondió con un ataque directo desde su propio territorio: misiles y drones impactaron contra objetivos israelíes el 14 de abril, provocando una rápida respuesta que diezmó los sistemas de radar de la República Islámica. Pero aquel entonces era otro momento, Hezbolá aún seguía bajo el férreo control de Nasrallah, quien mantenía la organización unida, militar y políticamente.
Ahora, con las piezas clave de su red de mando desmanteladas, la lógica de Teherán ha cambiado. La cuestión es si Irán mantendrá la paciencia estratégica que ha caracterizado sus acciones desde abril —incluso tras el asesinato del líder de Hamás, Ismail Haniyeh, en julio, también atribuido a Israel— o si tomará un rumbo más agresivo, buscando erosionar la disuasión israelí, que, tras años de tensiones y desafíos, ha sido revitalizada en cuestión de días, especialmente en la noche del viernes.