Otro día, otra aparición de Joe Biden. Mientras que la mayoría de los expresidentes esperan un intervalo decente —digamos, más de tres meses— antes de sumergirse de nuevo en la política, Biden no ha perdido tiempo intentando rescatar su reputación y atacar a su sucesor (y predecesor) Donald Trump.
Debería quedarse en casa. Las apariciones públicas de Biden son recordatorios incómodos de por qué se retiró de la candidatura demócrata de 2024 y de por qué los demócratas no podrán escapar de su sombra en el corto plazo.
El regreso de Biden no responde a una demanda del público. El New York Post informa que está teniendo problemas para conseguir compromisos. No es ninguna sorpresa: Biden, de 82 años, es el único presidente de un solo mandato de este siglo. Su índice de aprobación, según Gallup, es un lamentable 39 por ciento. Es el jefe del Ejecutivo vivo menos popular.
Tampoco se le conoce por cautivar a las audiencias. Su aparición el 14 de marzo en la Conferencia Nacional de Modelos de Naciones Unidas para Escuelas Secundarias apenas dejó huella: el concierto de Spinal Tap en la Base Aérea de Lindberg tuvo más impacto.
El mes siguiente, en Chicago, durante su primer discurso importante tras dejar la presidencia, Biden defendió la Seguridad Social en la conferencia de Abogados, Consejeros y Representantes para Discapacitados. Desconcertó a la audiencia con una historia aleatoria e inútil sobre su primer encuentro con niños negros que, según Biden, en ese momento eran llamados «niños de color» [colored kids].
Al día siguiente, 16 de abril, Biden fue a Harvard. Habló con estudiantes inscritos en un seminario privado del Instituto de Política dirigido por su exasesor Mike Donilon. En un momento de la discusión, Biden confundió Irak con Ucrania. Más tarde, según reportó el Harvard Crimson, «cuando Biden mordió una barra de helado después de la charla, el postre parcialmente derretido cayó al suelo».
Que suene el trombón triste.
Dos factores impulsan el regreso de Biden: necesidad y vanidad. El periodista Mark Halperin, quien reveló que Biden abandonaría la carrera presidencial el año pasado, dijo recientemente en su plataforma de YouTube «2Way» que el expresidente está corto de dinero. «Biden, Inc.» —la red de familiares y asociados que se beneficiaron de los cincuenta años de Biden en la política nacional— se quedó sin fondos. El «Gran Jefe» está desempleado. Los contratos desaparecieron. La marca está manchada. Las pinturas de Hunter Biden no se venden.
Hay otra explicación: Biden está intentando desesperadamente contrarrestar las crecientes acusaciones de que su equipo encubrió —con la ayuda de una prensa complaciente— su deterioro cognitivo. Para cuando leas esto, tres libros habrán expuesto los hechos condenatorios.
Los dos primeros, Fight: Inside the Wildest Battle for the White House, de Jonathan Allen y Amie Parnes, y Uncharted: How Trump Beat Biden, Harris, and the Odds in the Wildest Campaign in History, de Chris Whipple, salieron en abril. El libro de Allen y Parnes informa, entre otras cosas, que Biden permaneció en la carrera tanto tiempo como lo hizo porque temía, con razón, que Kamala Harris sería un reemplazo desastroso.
Mientras tanto, Whipple cita a uno de los consejeros más confiables de Biden, el exjefe de gabinete Ron Klain, diciendo que el entonces presidente estaba «fuera de sí» durante la preparación para el debate del año pasado. Esto debe ser el eufemismo del siglo. La noción de que el deterioro cognitivo de Biden apareció por primera vez en junio de 2024 —que casualmente fue más de un año después de que Klain dejara la Casa Blanca— es absurda. ¿No estaba Klain prestando atención en 2022 cuando Biden preguntó si una congresista fallecida estaba en un evento de la Casa Blanca? ¿O estaba demasiado ocupado tuiteando?
En el momento de escribir esto, Original Sin: President Biden’s Decline, Its Cover-Up, and His Disastrous Choice to Run Again, de Jake Tapper y AlexThompson, aún no se ha publicado. Politico, donde Thompson trabajó antes de pasar a Axios, dice que es «el libro que más temen los aliados de Biden». Con razón: Thompson se ganó su reputación con historias contundentes sobre la red de influencia de Biden.
Al aceptar un premio por sus reportajes en la Cena de Corresponsales de la Casa Blanca en abril, Thompson reprendió a sus colegas por escrutar solo a uno de los partidos políticos de Estados Unidos (no a los demócratas). «El declive del presidente Biden y su encubrimiento por parte de las personas a su alrededor», dijo Thompson, «es un recordatorio de que toda Casa Blanca, sin importar el partido, es capaz de engañar». La audiencia, atónita, guardó silencio, como si Thompson hablara en japonés.
Ahora que Biden está fuera del cargo, la prensa ya no tiene interés en ocultar los hechos. Las apariciones en los medios no ayudan a la causa de Biden. Cada entrevista lo muestra más cansado, abatido y agotado que la anterior.
El 7 de mayo, por ejemplo, Biden dio su primera entrevista tras dejar la presidencia al corresponsal de la BBC Nick Robinson, quien presenta un programa llamado Political Thinking. Los dos se reunieron en el Hotel Dupont, donde Biden lanzó su primera campaña al Senado en 1972. «Está claro que la pasión que llevó a Joe Biden a la política en este magnífico hotel en Wilmington, Delaware, no ha disminuido», dijo Robinson.
¿De qué entrevista estaba hablando Robinson? El Biden en cámara estaba desanimado y apagado. Su voz era suave y temblorosa. Tenía tos. Seguía mirando al suelo. Su discurso estaba lleno de los habituales malapropismos políticamente correctos. Al conmemorar ocho décadas desde el fin de la Segunda Guerra Mundial en Europa, Biden elogió a «las decenas de miles de hombres y mujeres —en su mayoría hombres— que asaltaron las playas» de Normandía.
Necesita volver a ver Saving Private Ryan. El Día D no fue un ejercicio de igualdad de género.
La visita de Biden a las damas de The View de ABC al día siguiente no fue mejor. Al responder preguntas, Biden se perdía a mitad de frase antes de rendirse por completo. Seguía diciendo «No estoy bromeando» cuando nadie —literalmente nadie— sugería que lo estuviera. Culpó la derrota de Kamala Harris al sexismo, una distracción que exime a Harris de responsabilidad y patologiza a los más de 77 millones de personas que votaron por Trump.
Biden también defendió la respuesta superciliosa e infame de Harris en la campaña («No se me ocurre nada») a la pregunta de si haría algo diferente a él. Enumerando los enormes paquetes de gasto que firmó como ley, Biden dijo: «Ella fue parte de todo eso». Ese fue el problema.
La exprimera dama Jill Biden apareció a mitad del programa para ayudar a su esposo a responder las preguntas de Alyssa Farah Griffin sobre su deterioro cognitivo. En respuesta a las afirmaciones de los libros más vendidos, Jill Biden dijo: «No hay nada que lo sustente». Caso cerrado, aparentemente.
«Joe trabajó muy duro», continuó Jill. «Creo que fue un gran presidente».
Sunny Hostin asintió con entusiasmo.
Y ahí, a la vista de todos, estaba el defecto central de la presidencia de Biden: una negación de la realidad tan total, tan obstinada, tan arrogante que hundió toda la empresa. Los Biden siguen siendo ajenos o desdeñosos de su condición física y mental, de la inflación récord causada por sus vastos programas de gasto y de su autoridad para cerrar la frontera sur sin esperar al Congreso. Los Biden dejaron la Casa Blanca sin amor ni añoranza, con los demócratas fuera del poder y virando hacia la izquierda. Sin embargo, aún exigen relevancia.
¿Escuchas esas cadenas que resuenan? El fantasma de Biden perseguirá a su partido durante años.