“La política de los Estados Unidos será combatir el antisemitismo con determinación, utilizando todas las herramientas legales disponibles y apropiadas para procesar, remover o responsabilizar a los perpetradores de acoso y violencia antisemita ilegal”. Así lo establece una orden ejecutiva firmada esta semana por el presidente Trump, que otorga a los jefes de todos los departamentos y agencias del gobierno 60 días para proponer nuevas medidas significativas para combatir el aumento de incidentes antijudíos en el país.
Si estos funcionarios necesitan inspiración, la orden también hace referencia a las leyes de inmigración existentes, que permiten la deportación inmediata de cualquier residente extranjero que “promueva o apoye actividades terroristas o respalde a una organización terrorista”.
En respuesta a más de un año de antisemitismo en los campus universitarios, el presidente Trump afirmó que deportará a agitadores estudiantiles que no sean ciudadanos estadounidenses. Según imágenes de Getty, esto apunta directamente a quienes han estado involucrados en manifestaciones apoyando a grupos como Hamás o Hezbolá, designados como organizaciones terroristas por el Departamento de Estado de EE. UU. Dichos individuos podrían enfrentarse pronto a una deportación sin retorno.
Como era de esperarse, los críticos del presidente no tardaron en reaccionar, calificando la orden ejecutiva de aberración. El gobernador de Illinois, JB Pritzker, criticó los esfuerzos de deportación y desestimó una directiva de la Casa Blanca que advertía sobre posibles acciones legales contra funcionarios que no cumplieran. “Ellos quieren que la gente se aparte y les deje hacer lo que quieran”, declaró el gobernador demócrata en referencia a estas deportaciones potenciales.
Como académico, valoro cualquier defensa de la Primera Enmienda. Sin embargo, en este caso, dicha defensa está equivocada. Tal como señaló recientemente el académico Ilya Shapiro, “es responsabilidad —y deber— del gobierno filtrar a visitantes y migrantes que puedan representar un peligro para nuestro país”.
La jurisprudencia también abunda en casos en los que jueces de inmigración han revocado visas debido al respaldo de un individuo a actividades terroristas. Esto no es difícil de entender, y la administración merece reconocimiento por cumplir con su obligación más elemental: hacer cumplir la ley.
Debemos aplaudir esta medida no solo porque simboliza un retorno al orden y la cordura —ambos desesperadamente necesarios tras cuatro años de anarquía y marchas en las que se gritaban consignas como “muerte a América” o se promovía la yihad contra los judíos—, sino también porque puede forzar a las instituciones académicas a enfrentar la preocupante transformación de ser centros de aprendizaje a convertirse en focos de odio y propaganda.
Pese a una serie de audiencias en el Congreso ampliamente publicitadas —que llevaron a la renuncia de los presidentes de universidades como Penn, Harvard y Columbia—, las torres de marfil siguen sumidas en la malicia. El mes pasado, por ejemplo, Columbia acogió una “exposición de arte” que celebraba las masacres del 7 de octubre perpetradas por Hamás. Individuos enmascarados continúan irrumpiendo en las aulas, aterrorizando a estudiantes judíos, mientras la administración universitaria responde con declaraciones débiles y poco contundentes.
La orden ejecutiva de Trump puede —y probablemente lo hará— poner fin rápidamente a esta situación. ¿Cómo? Podemos imaginar, por ejemplo, al Departamento de Justicia asumiendo investigaciones sobre derechos civiles que antes estaban estancadas en el Departamento de Educación. El DOJ dejará claro que el acoso y la intimidación contra los judíos no serán respondidos con investigaciones débiles, sino con castigos rápidos y decisivos.
Asimismo, es posible que el Congreso intensifique sus audiencias, volviendo a convocar a los presidentes universitarios para exigirles que cumplan con su deber de proteger a los estudiantes y fomentar la diversidad de opiniones. Por otro lado, el Departamento de Eficiencia Gubernamental, dirigido por Elon Musk, podría investigar el uso de los miles de millones de dólares en fondos públicos otorgados a universidades privadas mediante contratos y subvenciones. Un ejemplo escandaloso es el de Columbia, que recibió casi 6 mil millones de dólares en los últimos cinco años.
Por último, está el caso de Qatar. Durante las últimas dos décadas, los qataríes —principales patrocinadores de Hamás— han donado más de 4,700 millones de dólares a universidades estadounidenses, convirtiéndose en el mayor donante de la educación superior en el país. Esta influencia es inadmisible, especialmente viniendo de una nación que sigue apoyando a enemigos declarados de Estados Unidos.
La deportación de terroristas es un buen primer paso, pero también es necesario cortar los fondos provenientes de grupos terroristas islámicos y erradicar su influencia en los campus. Confiemos en que la orden ejecutiva de Trump sea el inicio de un proceso de reforma profundo y necesario, que comience con posibles deportaciones y culmine con la erradicación del antisemitismo en el ámbito académico estadounidense.