El debate sobre si es útil ejecutar a un terrorista que de todas formas está dispuesto a no volver con vida de un acto de terror, según el criterio de disuasión, es infructuoso y falla en su objetivo.
Existen sanciones que se discuten actualmente con el propósito de disuadir, como la demolición de casas, la expulsión de familias, la revocación de residencia y ciudadanía a terroristas, la confiscación de fondos, etc. Los expertos responderán si estas medidas disuaden a los terroristas y salvan vidas o, Dios no lo permita, si hacen lo contrario. Sin embargo, la directriz clara de matar a los terroristas, tanto durante el acto terrorista como después de capturarlo, debe examinarse según otro criterio de justicia moral y verdad.
La Torá, al final del Libro de Números, detalla la apertura para la rehabilitación de un asesino involuntario a través de la ciudad de refugio, y luego pasa a aquel que busca asesinar intencionalmente. Para él, no hay perdón ni indulgencia. Está prohibido tomar un rescate y dejarlo con vida. La Torá exige la pena de muerte para asesinos y terroristas, e incluso añade una afirmación inequívoca de que “la sangre profanará la tierra y no se puede expiar por la sangre derramada en ella, excepto por la sangre de quien la derramó” (Números 35:33).
Así lo estableció Dios cuando permitió el sacrificio de animales y prohibió el asesinato de seres humanos: “Quien derrame la sangre de un hombre, por el hombre su sangre será derramada, porque a imagen de Dios hizo Él al hombre” (Génesis 9:6). Si preguntan, ¿cuál es el beneficio de derramar la sangre del asesino? ¿Cómo el derramamiento de su sangre expía la tierra y no la corrompe? ¿No reduce esto simplemente la dignidad de la imagen divina al quitar la vida de otra persona?
Parece que debemos volver al primer asesino en la Biblia, Caín. Dios le dice a Caín que “la voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra” (Génesis 4:10). A pesar del clamor del asesinado, Caín no fue castigado con la muerte, sino con el exilio. Él es el único asesino intencional en la Biblia que, por así decirlo, fue perdonado de la muerte directa. Sin embargo, desde entonces resuena el mandato de que no se debe tener piedad por la vida del asesino, sino que debe ser ejecutado. Este mandato es responsabilidad de la comunidad y ante ella se presenta el asesino (Números 35:12). Es ella quien lo juzga por su responsabilidad y también lo condena a culpabilidad o inocencia (versículos 23-24). En el caso de Caín, no hubo advertencia ni tribunal que lo juzgara, pero en Israel hay una prohibición, un deber y una responsabilidad.
Si la tierra solo absorbe la sangre del asesinado, entonces hay corrupción y una doble moral. Incumbe a los jueces encargados de impartir justicia, verter la sangre del asesino y así evitar un trato desigual que deje al malvado sobre la tierra y al justo debajo de ella. ¡Esa es la justicia divina requerida y no hay otra!
Indudablemente, en nuestra era resulta extremadamente complicado tanto probar como juzgar a alguien por el crimen de asesinato. Por esta razón, la legislación actual no aborda ni se enfoca directamente en los delitos de asesinato común, sino más bien en aquellos asesinatos motivados por terrorismo. En estos casos, las evidencias suelen ser irrefutables, ya que los actos se ejecutan a plena vista de testigos y cámaras. La condena no se basa únicamente en una confesión expresa. Poseemos aún la capacidad de juzgar estos crímenes de lesa humanidad conforme a lo prescrito por Maimónides en las “Leyes de Reyes” (Capítulo 9, Ley 14), donde se estipula que: “un hijo de Noé puede ser condenado a muerte por el testimonio de un solo testigo y la decisión de un solo juez, sin previo aviso y basándose en el testimonio de parientes”.
Además, solo llevando al asesino terrorista a la tumba se puede garantizar absolutamente que no será capaz de llevar a cabo actos terroristas en el futuro de ninguna forma. Esto ciertamente evitará más terror de su parte, lo cual lamentablemente hemos visto que se repite con terroristas liberados y también con aquellos encarcelados en prisiones israelíes.
Replantear este tema resulta crucial, pues subraya la visión acertada de que es imperativo erradicar el mal de manera absoluta, sin concesiones ni intentos de integración. Se orienta hacia la empatía con aquellos justos en el mundo, no con los malvados. Además, se fundamenta en los principios de una justicia eterna y la verdad divina, aspectos esenciales que el pueblo de Israel debe asumir, sobre todo en estos tiempos, ante la maldad omnipresente que enfrentamos a diario en nuestras fronteras: desde el norte al sur, desde el este y en el interior del país.