Nuestros corazones, desgarrados y afligidos, están con las familias de los secuestrados. Imaginar su sufrimiento nos hiere en lo más profundo. Pero es en estos momentos de oscuridad, cuando la tragedia nos golpea con la muerte accidental a manos de nuestros soldados, que debemos ser firmes y claros en nuestro entendimiento.
Nuestros soldados, enfrentados a la sombra constante del terrorismo, actuaron bajo la creencia de enfrentar una amenaza inminente. No son meros errores; son las crudas realidades de un conflicto despiadado. La ley judía, con su sabiduría ancestral, nos enseña que, en tales circunstancias, la culpa no puede recaer en aquellos que actúan bajo la presión de la guerra. No hay lugar para la culpa en un campo minado de incertidumbres.
La Halajá (Ley judía) nos ilumina con un principio perturbador, pero necesario: un médico cuyo único objetivo es curar, pero cuyas manos fallan sin intención, no debe sumirse en el remordimiento si un paciente fallece. El arrepentimiento, en este caso, inmoviliza, impide que futuras vidas sean salvadas. De igual manera, un soldado atormentado por la culpa se convierte en una sombra de lo que debe ser: decisivo, valiente, listo para proteger.
Por tanto, rechazamos la idea de culpabilidad, tanto autoimpuesta como externa, sobre nuestros soldados. Es un mandato, una necesidad: no podemos permitir que el peso de la culpa ate las manos de quienes nos defienden. En la severidad de estas palabras, en su implacable lógica, yace la protección de nuestros soldados y, a su vez, la nuestra.
En la intrincada trama de este conflicto, existe un grupo dentro de nuestras fuerzas armadas, especializado en analizar cada incidente, en desentrañar cada detalle, con un único fin: prevenir futuras tragedias. Es un deber ineludible, un acto de respeto y gratitud sin límites, reconocer la abnegación de estos soldados, que durante más de dos meses han puesto su vida en la línea de fuego por nosotros. Igualmente, debemos nuestra gratitud a las mujeres y a los padres que han vivido estos días en un torbellino de preocupación y oración.
No es justo, ni siquiera concebible, cargar sobre sus hombros la más mínima sombra de culpa. La verdadera culpa, la que realmente pesa y duele, recae sobre los brutales secuestradores de Hamás y sus cómplices, diseminados en lugares de prestigio como Harvard, MIT y la Universidad de Pensilvania, en países como Turquía y en la misma Autoridad Palestina.
Es crucial, y de una claridad meridiana, declarar tanto a Hamás como a sus seguidores que su destino no es otro que el infierno, según lo que nos espera en el mundo superior. No existen dos verdades: hay un solo Dios, y Él aborrece, con todo el peso de Su divinidad, cada acción cometida por Hamás.
El rey David, en su sabiduría milenaria, nos recuerda que Dios abomina tanto a los malhechores como a quienes los apoyan: “Dios aborrece al malvado y al que ama la violencia”.
David, en sus oraciones, no solo condena a los perversos de Hamás, sino también a sus partidarios, invocando para ellos un destino de fuego y azufre, un castigo implacable. Porque, en la esencia de la divinidad, solo hay espacio para la gracia y la justicia, nunca para la injusticia y la crueldad: “los rectos contemplarán el rostro de Dios” (Salmo 11). En estas palabras, en su severidad y en su justicia, encontramos la esencia de nuestro conflicto y nuestra fe.