Aunque la industria aeroespacial rusa despliega aeronaves impresionantes en unidades aisladas, como el Su-57 Felon, la tasa de producción sostenida del país avanza a un ritmo glacial en comparación con la de Estados Unidos y China. A pesar del legado soviético en la fabricación masiva de aparatos eficaces, como el caza Su-27 o el transporte Il-76, los programas actuales de Rusia apenas entregan un puñado de aeronaves por año. Tales limitaciones provienen de una mezcla de factores históricos, económicos y tecnológicos.
Tras la desintegración de la Unión Soviética a principios de la década de 1990, numerosas plantas aeroespaciales y oficinas de diseño del país se quedaron sin fondos, lo que provocó la concentración del sector en conglomerados estatales colosales, como la Corporación de Aeronaves Unidas (UAC). Si bien esa evolución salvó ciertas competencias, también engendró ineficiencias burocráticas descomunales. Paralelamente, las instalaciones de producción se volvieron obsoletas, y lo mismo ocurrió con los trabajadores rusos: la Unión Soviética había formado a legiones de ingenieros y técnicos, pero una vez concluida la Guerra Fría, esos cauces de preparación se agotaron y buena parte de la mano de obra antes especializada pasó a la jubilación.
Aun cuando Rusia proclama su autonomía, depende de componentes foráneos para desarrollar aeronaves. En el pasado, sus programas aeronáuticos se han apoyado en importaciones occidentales de electrónica, aviónica y materiales especializados, una circunstancia que expone al país a interrupciones en el suministro causadas por sanciones internacionales. Ese infierno se materializó en 2014, cuando Occidente aplicó sanciones severas tras la invasión y anexión de Crimea por parte de Rusia, y se repitió en 2022 después de la invasión total de Ucrania, un golpe que aisló a Rusia de la mayoría de los elementos extranjeros esenciales para finalizar sus aparatos autóctonos.
Las sanciones han menoscabado asimismo las cadenas de suministro y las finanzas rusas. Más allá de impedir la entrada de tecnología punta, esas medidas enredan las alianzas mundiales, coartan el acceso al capital y obstaculizan la adquisición de equipos o materiales en el exterior. En resumen, Rusia se ha erigido en un paria para Occidente, de modo que pocas naciones se atreven a aliarse con Moscú por recelo a provocar la cólera de Washington.
Incluso en ausencia de sanciones, Rusia arrastra desde hace tiempo dificultades para ampliar la producción en serie. El país adolece de las líneas de montaje automatizadas que caracterizan a Boeing o Lockheed Martin y que elevan la eficiencia fabril. Rusia acusa un rezago notable frente a Estados Unidos o China en diseño digital sofisticado y métodos de fabricación contemporáneos, tales como robots automatizados o impresión en tres dimensiones. Así, Estados Unidos y China prototipan, prueban y multiplican aeronaves con una celeridad que Rusia no alcanza, pues sus técnicos todavía ensamblan a mano la mayoría de los aparatos, un proceso que, sin duda, resulta más pausado e irregular que las técnicas modernas de producción.
Basta considerar el caza furtivo Su-57, primer aparato de quinta generación ruso y réplica al F-22 norteamericano. Su primer vuelo, espectacular, data de 2010 y revela que el talón de Aquiles de la industria rusa no reside en los ingenieros, que indudablemente figuran entre los más brillantes del planeta. No obstante, desde su estreno, solo un puñado de Su-57 ha incorporado a las fuerzas, una evidencia de que el estrangulamiento surge en la fase que convierte planos en cientos de fuselajes fiables.
El raquitismo de la economía rusa agrava el panorama. Aunque destina a la defensa una porción generosa de su PIB, el tamaño de esa economía palidece ante la de Estados Unidos o China. Además, la guerra en Ucrania devora sumas ingentes de dinero, personal y recursos, lo que constriñe la potencia económica de Rusia para ensanchar su producción aeroespacial.