Rara vez un discurso presidencial en el extranjero irrita al público estadounidense en casa, tanto como a los locales. Sin embargo, este mes hace treinta y dos años, George H. W. Bush consiguió ese dudoso logro, con lo que William Safire denominó el discurso presidencial del “pollo de Kiev”. La Casa Blanca trató de amortiguar las crecientes aspiraciones de soberanía de Ucrania con 23 minutos de ambivalencia retórica.
En menos de seis meses, Estados Unidos reconocería incondicionalmente la soberanía de Kiev. Pero el discurso de Bush en agosto fracasó por su frialdad. Muchos ucranianos recordaban el Holodomor, las purgas estalinistas y su breve interregno de independencia tras la Primera Guerra Mundial, y les molestaba el apoyo de Bush a un repliegue comunista por excelencia. A los oídos estadounidenses, mientras tanto, las exhortaciones de Bush hacia “la libertad, la democracia y la libertad económica” parecían casar mal con sus advertencias sobre el “nacionalismo suicida” y sus admoniciones a tener cuidado con la independencia, no fuera a ser que “sustituyera una tiranía lejana por un despotismo local” que Estados Unidos no pudiera apoyar.
La opresión soviética, denunciada durante décadas, parecía estar a punto de desaparecer en aquel momento, así que ¿por qué no celebrar el fin del imperialismo “suicida”?
Sentimiento recalentado
Las últimas incursiones de Rusia en Ucrania, que culminarán con su invasión a gran escala en 2022, hacen que el discurso de antaño parezca aún peor en retrospectiva. A medida que se alarga el actual conflicto, los comentaristas occidentales empiezan a imaginar un cese de la guerra que exija a Ucrania cambiar algo de territorio o independencia, por lo que Bush valoró en su día, es decir, “paz y estabilidad”. Resulta crucial recordar ahora la tendencia de Washington a calcular mal precisamente en los momentos en que más importa. La política exterior norteamericana en Europa Central y Oriental ha priorizado durante mucho tiempo responder a las exigencias de una gran potencia beligerante, en vez de apoyar a sus vecinos más débiles.
No fue Bush el único que erró en su comprensión del momento. En 1991 Safire eludió una cuestión cuya magnitud pocos comprendieron entonces. “El temor [a la desunión] no es irracional. Un estricto control centralizado del «fútbol» de mando nuclear soviético redunda en nuestro interés nacional vital”, señalaba, añadiendo que “con el monolito soviético desintegrado y una mancomunidad establecida para negociar la reducción de armamentos, el mundo será un lugar mucho más seguro”.
En retrospectiva, esa predicción resultó ser tan ingenua como el duro reproche de Bush a los ucranianos.
El nuevo gobierno independiente de Kiev iba a convertirse en el custodio de más armas nucleares que los de China, Reino Unido y Francia juntos. Siguieron años de disputas sobre su control. Documentos de archivo publicados recientemente demuestran las ironías que subyacen a los sucesivos intentos de desheredar a Ucrania de este alijo. Las paradojas son casi tan profundas como el inoportuno llamamiento de Bush al gradualismo. A medida que los acontecimientos se sucedían más rápidamente de lo que la administración podía responder, el gobierno estadounidense tendió, por reflejo, a favorecer los deseos de Moscú sobre el control del arsenal nuclear.
Las dudas surgieron en medio de los primeros indicios del colapso soviético. En julio de 1990, el embajador Jack Matlock envió un cable de alto secreto desde Moscú en el que afirmaba que “las perspectivas del régimen de [Mijail] Gorbachov se han deteriorado durante el último año y los propios soviéticos hablan cada vez más en términos apocalípticos”.
El embajador estimaba que “algunas repúblicas abandonarán la Unión Soviética y se producirá una redefinición sustancial de la relación de las repúblicas restantes con el Centro”. Argumentaba que esta desintegración creaba el potencial para “escenarios verdaderamente peligrosos – que van desde la guerra civil y la pérdida de control sobre las armas nucleares hasta un estado soviético o ruso truncado, beligerante y con armas nucleares”.
El profético informe de Matlock no tardaría en perseguir a la administración Bush.
Tras el fallido golpe de Estado soviético de finales de agosto de 1991, el secretario de Estado James Baker inició una campaña de un mes para presionar a Ucrania para que confirmara que renunciaría al control sobre las armas nucleares de su territorio, aceptando plenamente diversas obligaciones de los tratados, incluido el Tratado de Reducción de Armas Estratégicas, o START. Estados Unidos sabía que su palanca más poderosa surgiría después del 1 de diciembre de 1991, cuando se esperaba que un referéndum respaldara la independencia ucraniana. Estados Unidos tendría que elegir cuándo y cómo reconocer al nuevo gobierno.
Diplomacia del voto de paja
Desclasificado en 2015, un “memorando de opciones” elaborado en el Consejo de Seguridad Nacional señalaba que “las agencias difieren sobre la prontitud con la que Estados Unidos debería actuar para reconocer a Ucrania” tras la votación. “Hemos definido dos opciones básicas”, se leía. El Departamento de Defensa, dirigido entonces por Dick Cheney, se inclinaba por la primera: el reconocimiento inmediato. El presidente debería avanzar inmediatamente, argumentaba Cheney, sin exigir a Ucrania que ratificara los tratados. Se trataba, insistió Cheney, de aceptar un “sí, por respuesta”, es decir, que Estados Unidos aceptara la intención ucraniana de desarmarse a largo plazo.
El Departamento de Estado prefería la segunda opción, el reconocimiento diferido. Estados Unidos retendría su reconocimiento de Ucrania, preferiblemente hasta que Kiev ratificara determinados tratados, incluidos los que le obligaban al desarme.
Baker ganó al principio, ya que la Casa Blanca pospuso el establecimiento de relaciones diplomáticas. Pero una vez que el primer presidente de Ucrania, Leonid Kravchuk, expresó opiniones moderadas sobre el control de armamentos, Bush procedió a reconocer al país en Navidad. Animó, pero no obligó, a Ucrania a aceptar los tratados en los que Baker seguía empeñado. En aquel momento, William Potter, especialista en control de armamentos, se opuso a este “reconocimiento incondicional de la independencia ucraniana” en The Wall Street Journal. Era “miope”, argumentaba Potter, no imponer tratados que separaran a Ucrania de un arsenal nuclear.
Probablemente Bush se dio cuenta de cómo percibían los dirigentes de Kiev las amenazas a su oportunidad de autodeterminación en aquel momento. Poco después de que la Casa Blanca señalara sus planes de reconocer a Ucrania, Boris Yeltsin inició el primero de muchos intentos de volver a poner al país bajo la tutela de Moscú. En la Cumbre Eslava tripartita, celebrada en Belavezha el 7 de diciembre de 1991, Yeltsin presentó el texto de un tratado de “unión” que Mijaíl Gorbachov había negociado semanas antes. El tratado pretendía fusionar Rusia, Bielorrusia y Ucrania en un nuevo marco político. Los intereses ucranianos estarían protegidos, aseguró Yeltsin a su homólogo, porque el texto podía modificarse, pero solo después de que Kravchuk firmara el documento.
Kravchuk rechazó la contradictoria propuesta que se le había hecho. Citó los inequívocos resultados del referéndum de Ucrania. Incluso las regiones de habla rusa, incluida Crimea, así como las regiones del sur y el este de Ucrania, preferían la soberanía política. A Yeltsin le pilló desprevenido saber que los ucranianos no étnicos del país, que entonces eran 14 millones, parecían apoyar la independencia. Preguntó a Kravchuk: “¿Qué, el Donbás también votó a favor?”.
“Sí”, le informó Kravchuk, señalando que “no hay ninguna región en la que los votos [a favor] fueran menos de la mitad”.
Estas negociaciones acabaron produciendo un marco mucho más débil. La Comunidad de Estados Independientes se hizo famosa por disolver formalmente la Unión Soviética; su visión más amplia se marchitó rápidamente. Rusia insistió en un juramento relativo al control centralizado del arsenal nuclear de la URSS. El artículo 6 de los Acuerdos de Belavezha establecía que “los Estados miembros… preservarán y mantendrán, bajo el mando conjunto, un espacio militar-estratégico común, incluido el control unificado de las armas nucleares”. En un guiño a declaraciones anteriores de Bielorrusia y Ucrania, el acuerdo exigía que todas las partes respetaran las intenciones de la otra de “alcanzar el estatus de zona desnuclearizada y [convertirse] en un Estado neutral”.
El curso de estos acontecimientos probablemente demostró a la administración Bush por qué los funcionarios de Kiev aceptaron repetidamente el desarme y luego retrasaron u obstruyeron los pasos intermedios necesarios para lograr ese objetivo. Tras décadas de hambruna, represión y asesinatos en masa, los ultimátums que flotaron en el aire en Alma Ata y Belavezha, donde los representantes ucranianos declararon sus intenciones no nucleares, probablemente les hicieron sentir que no tenían elección. Los dirigentes ucranianos estaban familiarizados con el vocabulario de amenazas veladas de Moscú. Fingirían su adhesión a las exigencias de Rusia si con ello mantenían vivas sus esperanzas de independencia.
Meses antes habían surgido indicios más sutiles de esta dinámica. Yeltsin había enviado al alcalde de San Petersburgo, Anatoly Sobchak, a Ucrania para negociar la respuesta de Moscú a la declaración de independencia proclamada en el verano de 1991. El nuevo adjunto de Sobchak era su antiguo pupilo, un tal Vladimir Putin. “Cómo llegó a trabajar para Sobchak”, señala Catherine Belton, autora de Putin’s People, “es la historia de cómo un cuadro del KGB empezó a meterse en la transformación democrática del país y a vincularse a los nuevos dirigentes”. La contratación resuena hoy porque “es la historia de cómo una facción del KGB, en particular parte de su brazo de inteligencia exterior, llevaba tiempo preparándose en secreto para el cambio en el tumulto de las reformas de la perestroika de la Unión Soviética”.
Durante su estancia en Kiev, la delegación de Sobchak se comportó tan mal que hubo que recordarle que estaba en suelo extranjero. El alcalde había negado la validez de la proclamación de Boris Yeltsin sobre las fronteras de Ucrania, y poco más de dos meses después de ser coautor del comunicado que reconocía la independencia de Ucrania, negó la validez del referéndum ucraniano a favor de la independencia. Tres días después, Sobchak declaró a Le Figaro que la separación de Ucrania de Rusia podría conducir a un intercambio nuclear.
En abril de 1992, Ed Hewitt, entonces funcionario de seguridad nacional, visitó Ucrania con Paul Wolfowitz y Dennis Ross. Hewitt advirtió a la administración que “Rusia ha mostrado, de hecho, un desprecio casi arrogante por la soberanía de Ucrania”. El vicepresidente del Kremlin, Alexander Rutskoi, hizo un “viaje sin previo aviso a Crimea, donde instó a los habitantes a la secesión”, y este fue “un buen ejemplo de ello”.
Hewitt rumió el deseo ucraniano de garantías internacionales de seguridad.
“Necesitaremos toda la influencia que podamos reunir”, advirtió, “para animar a los ucranianos a adoptar un enfoque razonable respecto a Rusia en los próximos años y convencerles de que tienen más en juego para su supervivencia, una estrecha relación con nosotros que cualquier coqueteo con las armas nucleares”.
Bush observó personalmente la base de las aprensiones de Kiev en mayo de 1992. Cuando Kravchuk visitó Washington, Rusia arrebató parte del arsenal disperso de la URSS en territorio ucraniano. Durante el viaje, el parlamento de Crimea, un órgano muy influido por Moscú, declaró su independencia. Un día después, Moscú retiró subrepticiamente de Ucrania el último lote de armas nucleares tácticas, violando un calendario acordado. El momento olía a premeditación.
Cuando la administración Bush reanudó sus esfuerzos para preservar el START a finales de ese mes, permitió que persistieran las ambigüedades para dar cabida a las preocupaciones de Kravchuk. Estados Unidos aceptó a regañadientes las exigencias ucranianas de un plazo de siete años para renunciar a las armas nucleares. Un anexo al START conocido como Protocolo de Lisboa exigía vagamente que Ucrania se adhiriera al Tratado de No Proliferación “en el plazo más breve posible”. Este acuerdo sería posteriormente desbaratado por el sucesor del presidente Bush. Los acuerdos negociados por la administración del presidente Bill Clinton exigían que Ucrania aceptara el Tratado de No Proliferación antes de 1994 y retirara todas las armas nucleares de su territorio a mediados de 1996.
Insatisfacción garantizada
En su primer año de independencia, Ucrania luchó por una garantía de seguridad similar a la que busca ahora. Hace poco más de tres décadas, Baker se negó. Su ayudante, Jim Timbie, recordó la conversación telefónica que puso en vereda al ministro de Asuntos Exteriores ucraniano diciendo: “Nunca he oído a un hombre hablar a otro de esa manera”. Baker impidió que los diplomáticos ucranianos se opusieran públicamente a la firma del Protocolo de Lisboa, prohibiéndoles pronunciar discursos en la ceremonia.
Aunque Ucrania no obtuvo todas las concesiones que buscaba, el cuadro histórico completo sugiere que Bush concedió sabiamente tiempo a Kiev. Si a Ucrania se le hubiera concedido un calendario paralelo al de Rusia en el marco del START, habría tenido hasta cerca del cambio de milenio para regatear una posición más favorable antes de renunciar a su arsenal nuclear. Las administraciones posteriores intentaron, en cambio, acelerar el desarme.
En su infame discurso, el presidente Bush citó a un ucraniano, diciendo: “Cuando entres en una gran empresa, libera tu alma de la debilidad”. A lo largo de años de guerra, el pueblo de Ucrania y sus dirigentes han demostrado su paciente adhesión a ese proverbio. Examinando el pasado, deberíamos preguntarnos por qué se les ha exigido tanto, tan a menudo, durante tanto tiempo, y con tan poca consideración por las amenazas que han percibido desde que obtuvieron la condición de Estado.