El siguiente es el texto completo del discurso pronunciado el 20 de marzo de 2025 por el exrehén Eli Sharabi ante el Consejo de Seguridad de la ONU en la ciudad de Nueva York.
Me llamo Eli Sharabi. Tengo 53 años. He regresado del infierno. He vuelto para contar mi historia.
Vivía en el Kibutz Be’eri con mi esposa Lianne, nacida en el Reino Unido, y mis hijas, Noiya y Yahel. Era una comunidad hermosa. Todos compartíamos la pasión por crear la mejor vida posible para nuestros hijos y nuestros vecinos. A los 16 años, dejé Tel Aviv para establecerme en Be’eri, en busca de un hogar tranquilo, lejos del cemento de la ciudad. Encontré una comunidad amorosa y supe que allí criaría a mi familia.
Muchos nos preguntaban por qué vivíamos cerca de Gaza, pero para mí, Be’eri era el paraíso. Lianne llegó desde Bristol, Reino Unido, como voluntaria. Su idea era quedarse solo unos meses, pero nos conocimos y nos enamoramos. Estuvimos casados durante 23 años, tuvimos dos hijas maravillosas y un perro, Mocha.
El 7 de octubre, mi paraíso se convirtió en un infierno. Sonaron las sirenas. Terroristas de Hamás invadieron nuestra comunidad. Y me arrancaron de mi familia para no volver a verla jamás.
Durante 491 días, estuve encerrado, en su mayoría bajo tierra, en los túneles del terror de Hamás. Encadenado, hambriento, golpeado y humillado. Me mantuvieron cautivo en la oscuridad, aislado del mundo. Disfrutaban de nuestro sufrimiento.
Sobreviví con restos de comida, sin atención médica y sin piedad alguna. Cuando me liberaron, pesaba solo 44 kilos. Perdí más de 30 kilos, casi la mitad de mi peso corporal.
Durante 491 días, me aferré a la esperanza. Imaginaba la vida que reconstruiríamos. Soñaba con volver a ver a mi familia. Pero cuando regresé a casa, supe la verdad. Mi esposa y mis hijas habían sido asesinadas por terroristas de Hamás el 7 de octubre.
Estoy aquí hoy, menos de seis semanas después de mi liberación, para hablar por quienes siguen atrapados en esa pesadilla.
Por mi hermano Yossi, asesinado en cautiverio por Hamás, cuyo cuerpo sigue secuestrado. Por Alon Ohel, aún enterrado 50 metros bajo tierra. Le juré que contaría su historia. Por Hersh, Ori, Eden, Carmel, Almog y Alexander, asesinados a sangre fría por sus captores. Por cada rehén que sigue en manos de Hamás. Estoy aquí para contarles toda la verdad.
La mañana del 7 de octubre, a las 6:29 a. m., comenzaron a llegar las alertas rojas al teléfono de Lianne. Le dije que no se preocupara. “Pronto pasará”, le aseguré.
Minutos después, supimos que los terroristas estaban entrando en nuestra comunidad. Estaban dentro del kibutz. De nuevo le dije que no se preocupara. “El ejército vendrá. Siempre vienen”.
Escuchamos disparos, gritos, explosiones. Luego, oímos a los terroristas en nuestra puerta. No teníamos armas, ni forma de defendernos.
Lianne y yo tomamos una decisión: no resistiríamos. Esperábamos salvar a nuestra hija.
La puerta se abrió, nuestro perro ladró y los terroristas abrieron fuego. Lianne y yo nos arrojamos sobre nuestras hijas, gritando a los atacantes que se detuvieran.
De repente, 10 terroristas estaban dentro de mi casa. Nos quitaron los teléfonos. Dos de ellos me sujetaron.
Se llevaron a mi esposa y a mis hijas a la cocina. Ya no podía verlas. No sabía qué les estaban haciendo. Yo gritaba sus nombres y ellas gritaban el mío.
Le dije a Lianne que no tuviera miedo. Pero esto era un miedo más allá de todo lo que había sentido antes. Entonces supe que me llevaban. Mientras me arrastraban afuera, les grité a mis hijas: “Volveré”. Tenía que creerlo. Pero esa fue la última vez que las vi. No sabía que debía haberme despedido para siempre.
Afuera era una zona de guerra. Mi hogar pacífico, mi pedazo de paraíso, había desaparecido. Vi a más de cien terroristas filmándose a sí mismos, celebrando, riendo, festejando en nuestros jardines mientras masacraban a mis amigos y vecinos. Me arrastraron fuera, me llevaron hasta la puerta, hasta la frontera, golpeándome todo el camino.
Mi rostro estaba hinchado, mis costillas magulladas. Al llegar a Gaza, una turba de civiles intentó lincharme. Me sacaron del coche, pero los terroristas me arrastraron rápidamente dentro de una mezquita. Yo era su trofeo.
Pensaba en Lianne, Noiya y Yahel. ¿Seguirían vivas? Durante los primeros 52 días, me retuvieron en un apartamento. Me ataron con cuerdas. Mis brazos y piernas estaban tan apretados que las cuerdas se incrustaron en mi piel. Casi no me daban comida ni agua, y no podía dormir. El dolor era insoportable. A veces me desmayaba por el dolor, solo para despertar y volver a sentirlo una y otra vez.
Luego, el 27 de noviembre de 2023, Hamás me llevó a un túnel, a 50 metros bajo tierra. De nuevo, las cadenas eran tan apretadas que me desgarraban la piel. Nunca me las quitaron. Ni un solo instante. Esas cadenas me laceraron hasta el día en que fui liberado. Cada paso que daba era de no más de 10 centímetros. Cada trayecto al baño tomaba una eternidad. No puedo describir el sufrimiento. Era el infierno.
Me daban un pedazo de pan de pita al día, tal vez un sorbo de té. El hambre lo consumía todo. Me golpeaban, me rompieron las costillas. No me importaba. Solo quería un trozo de pan. Nunca había suficiente comida. A veces, si suplicábamos lo suficiente, nos daban algo extra. Teníamos que elegir entre un pedazo más de pita o una taza de té. A veces nos lanzaban dátiles secos, y nos parecían el mayor regalo del mundo.
Teníamos que rogar por comida, rogar para usar el baño. Rogar era nuestra existencia. Planeábamos cada comida con estrategia. Un día, me corté con una cuchilla para hacerles creer que estaba herido. Me desplomé camino al baño, para que pensaran que estaba demasiado débil y se compadecieran de nosotros. Funcionó. Nos dieron más comida. Sobrevivíamos gracias a esas pequeñas victorias.
¿Saben lo que significa abrir un refrigerador? Es todo. Poder alcanzar y tomar un pedazo de fruta, un huevo, un trozo de pan. Soñaba con ese acto simple todos los días. Durante meses vivimos así. Dejé de contar los días.
Cuando eres un rehén, no sabes cómo comenzará el día ni cómo terminará, si vivirás o morirás. En cualquier momento, podían golpearte. En cualquier momento, podían matarte. Cada día despertabas sin saber cuándo comerías. Podía ser al mediodía, a las cinco de la tarde, a las once de la noche. Esa sería nuestra única comida del día. Solo esperabas y rezabas para que no hubiera sorpresas con los captores.
Pensaba en lo desesperadamente que quería bañarme. Solo nos permitían un baño al mes, con medio balde de agua fría. Pasta de dientes, papel higiénico… olvídenlo.
El terror psicológico era constante. Cada día nos decían: “El mundo los ha abandonado. Nadie vendrá”.
Cuando conocí a Alon Ohel, que ahora tiene 24 años, ya habíamos soportado un cautiverio terrible. Dependíamos el uno del otro para sobrevivir. Alon es un pianista muy talentoso. Recuerdo cómo simulaba tocar el piano en su propio cuerpo para mantenerse cuerdo. (Sharabi levanta un cartel con la imagen de Alon.) Ya no se parece a esto.
Un día, un terrorista descargó su furia conmigo. Entró furioso y me golpeó tan brutalmente que me rompió las costillas. No pude respirar bien durante meses.
Alon intentó protegerme con su propio cuerpo. No pueden imaginar lo afortunado que me sentí cuando Alon me dijo que había guardado una pastilla para el dolor. Me la dio para que pudiera soportar la noche.
Alon todavía tiene metralla en su ojo derecho desde el día en que fue secuestrado. Nunca recibió atención médica. Nunca vio a la Cruz Roja. Hasta el día de hoy, está ciego de ese ojo. Cuando fui liberado, se aferró a mí, aterrorizado de quedarse atrás. Me dijo que estaba feliz por mí. Le prometí que solo era cuestión de días antes de que él también estuviera en casa. Me equivoqué.
Justo antes de mi liberación, Hamás se complació en mostrarme una foto de mi hermano Yossi. (Sharabi levanta un cartel con la imagen de su hermano.) Este es mi hermano mayor. Esposo de Nira, padre de Yuval, Ophir y Oren. Me dijeron que estaba muerto. Fue como si me hubieran golpeado con un martillo gigantesco. Me negué a creerlo. Mi hermano Yossi era puro corazón. Quienes estuvieron con él en cautiverio me dijeron que daba su comida a los demás.
El 8 de febrero de 2025 fui liberado. Pesaba 44 kilogramos. Menos de lo que pesaba mi hija menor, Yahel. Que su memoria sea una bendición. Era una sombra de lo que fui. Todavía lo soy. (Sharabi levanta una foto de sí mismo antes de ser secuestrado y otra del día de su liberación.)
No podía creer cómo me veía. Me encontré en medio de aquella enfermiza ceremonia de Hamás, rodeado de terroristas y de una multitud de supuestos civiles no involucrados, esperando que mi esposa y mis hijas estuvieran allí para recibirme.
Al final del día, me encontré con una representante de la Cruz Roja. Me dijo: “No te preocupes, ahora estás a salvo”. ¿Seguro? ¿Cómo podían sentirse seguros rodeados de monstruos terroristas? ¿Dónde había estado la Cruz Roja durante los últimos 491 días?
Luego llegué a casa. Me dijeron que mi madre y mi hermana me esperaban. Dije: “Tráiganme a mi esposa y mis hijas”. Fue entonces cuando supe que ya no estaban. Habían sido asesinadas. (Sharabi levanta una foto de las tumbas de su familia.)
Estoy aquí hoy porque sobreviví y porque resistí. Pero eso no es suficiente. No mientras Alon Ohel siga allí. No mientras 59 rehenes sigan allí. En este momento, Alon está atrapado bajo tierra, solo, rodeado de terroristas que lo atormentan. No sabe si volverá a ver a su madre, a su padre, a toda su amada familia.
No lo dejaré atrás. No dejaré atrás a nadie. Su tiempo casi se ha agotado.
Estoy aquí ante ustedes para dar mi testimonio y para preguntar: ¿Dónde estaba la ONU? ¿Dónde estaba la Cruz Roja? ¿Dónde estaba el mundo? Sé que han debatido mucho sobre la situación humanitaria en Gaza. Pero déjenme decirles, como testigo presencial, lo que vi que pasaba con esa ayuda: Hamás la robó.
Vi a terroristas de Hamás cargando cajas con los emblemas de la ONU y de la UNRWA hacia los túneles. Docenas y docenas de cajas pagadas por sus gobiernos. Alimentando a los terroristas que me torturaron y asesinaron a mi familia.
Ellos comían varias veces al día con la ayuda humanitaria de la ONU frente a nosotros, y nosotros no recibíamos nada.
Y en todo ese tiempo, nadie vino. Y nadie en Gaza me ayudó. Nadie. Los civiles en Gaza nos vieron sufrir. Aplaudieron a nuestros secuestradores. Estaban, sin duda, involucrados.
Cuando hablen de ayuda humanitaria, recuerden esto: Hamás come como reyes mientras los rehenes mueren de hambre. Hamás roba a los civiles. Hamás bloquea la ayuda para quienes realmente la necesitan. Cuatrocientos noventa y un días. Ese es el tiempo que pasé hambriento. El tiempo que estuve encadenado. El tiempo que supliqué por humanidad. Y en todo ese tiempo, nadie vino. Y nadie en Gaza me ayudó. Nadie.
Fui liberado hace menos de seis semanas. Me reuní con el presidente Trump en la Casa Blanca y le agradecí por asegurar mi liberación y la de muchos otros. Aprecio sus esfuerzos por liberar a quienes aún están en manos de Hamás. Le dije: “Tráiganlos a todos de vuelta”.
Me reuní con el primer ministro Starmer en el número 10 de Downing Street. Le dije: “Tráiganlos a todos de vuelta”.
Ahora, estoy aquí ante ustedes, en las Naciones Unidas, para decirles: Tráiganlos a todos de vuelta. No más excusas. No más retrasos. Si de verdad defienden la humanidad, demuéstrenlo. Tráiganlos a casa.
Me llamo Eli Sharabi. No soy un diplomático. Soy un sobreviviente. Tráiganlos a casa. Ahora.
Gracias.