“En el caso de las mujeres, preguntaba una a una si estaban embarazadas. Si tenía dudas o sospechaba que mentían, les retorcía los pezones para comprobar si emanaban leche”.
El mismo día que Eva Clarke conoció la vida también tuvo que batallar con la muerte. El 29 de abril de 1945 su madre daba a luz a las puertas de Mauthausen, uno de los campos de trabajo austriacos apodado el ‘triturahuesos’ por su excesiva crueldad, mientras sus verdugos la conducían allí junto a cientos de mujeres judías.
Clarke se abrió paso entre las piernas de su progenitora Anka y vino al mundo en una carretilla llena de piojos y rodeada de enfermas de tifus que no podían ni siquiera caminar por sí solas. De esta forma, la vida se abría paso por la fuerza entre la muerte, como si fuera una metáfora de lo que pasaría solo unas horas después: tras seis años de contienda, el dictador Adolf Hitler se suicidó junto a su novia Eva Braun, acelerando el fin de la II Guerra Mundial y la liberación de miles de judíos en toda Europa.
Este ‘bebé milagro’ fue uno de los tres que nacieron en un campo de exterminio y sobrevivieron para contarlo. Ahora, Clarke recorre el mundo de la mano de la escritora Wendy Holden, que acaba de publicar ‘nacidos en Mauthausen’ (RBA, 2015), contando su experiencia.
El capricho del tiempo hizo que Anka naciera en la misma fecha, aunque de años distintos, que el causante último de todas sus desgracias. Como Hitler, vino al mundo un 20 de abril. Pero el destino acabó tomándose la revancha a su favor: el mismo día que el dictador redactaba su testamento, la mujer judía registraba el nacimiento milagroso de su hija. A través de documentos históricos, testimonios y una retahíla de recuerdos (su memoria es lo único que no pudieron arrebatarles los nazis) la autora narra en el libro el bagaje de tres mujeres judías, Priska Löwenbeinová, Rachel Friedman y Anka Nathanová, que lograron ocultar su embarazo en los campos de concentración a pesar del hambre, las torturas y las vejaciones a las que fueron sometidas.
Las tres provenían de familias acomodadas, se casaron por amor y se habían prometido para sí mismas un porvenir próspero. Cuando sus países (Anka nació en la actual República Checa, Rachel en Polonia y Priska en Eslovaquia) se rindió al avance de los nazis su vida cambió por completo. Primero tuvieron que adaptarse al ‘Código judío’, que les obligaba a lucir la estrella de David en sus prendas, después les forzaron a trasladarse a guetos y les confiscaron sus propiedades y más tarde fueron conducidas a campos de trabajo, donde fueron forzadas a construir material bélico. En el caso de Anka, la madre de Eva Clarke, su destino fue el campo de trabajo de Terezín, donde se reencontró en 1941 con su marido Bernd que había sido deportado meses antes.
«Cuando mi madre se quedó embarazada era ilegal, no les dejaban mantener relaciones sexuales porque los nazis no querían bebés judíos. Ambos decidieron que se quedara embarazada tras sobrevivir tres años en el gueto de Terezin. No pensaron en ningún momento que su situación pudiese ser peor», relata Eva Clarke a Yo Dona. No podían ni imaginar lo que sucedía en los entonces lejanos campos de concentración hasta el punto de que Anka se presentó voluntaria para viajar a Auschwitz junto a su marido en uno de los llamados ‘trenes de la muerte’ cuando este fue mandado allí. Tras haber perdido a su familia, no separarse de su esposo le parecía una buena idea. Cuando llegó a ese infierno terrenal, donde un olor denso, pesado y nunca antes olfateado de la carne humana consumiéndose en los hornos le taponaba las fosas nasales, Anka dejó de tener un nombre para ser un número. Nunca volvió a ver a su marido.
Las otras dos protagonistas habían sufrido su misma suerte. En Auschwitz las tres fueron rapadas, desvestidas y puestas en fila junto a otras cientos de jóvenes, que temblaban por el frío, el miedo o la vergüenza de hallarse desnudas. El doctor Josef Menguele, célebre por su sadismo y por los experimentos genéticos que llevaba a cabo con los judíos, especialmente si eran gemelos, era el encargado de examinar y separar a aquellos prisioneros fuertes y a los que había que mandar directamente a la cámara de gas. En el caso de las mujeres, preguntaba una a una si estaban embarazadas. Si tenía dudas o sospechaba que mentían, les retorcía los pezones para comprobar si emanaban leche.
Priska, Rachel y Anka, que nunca se conocieron, no sabían qué contestar, pero su intuición les decía que no era buena idea que ese doctor perverso, que sonreía buscando entre el ‘rebaño’ los mejores ejemplares, conociera su verdadero estado. Por eso contestaron con un «nain» y esquivaron su mirada. Su intuición no les falló. La autora del libro calcula en este campo había unas 1000 mujeres, de las que nueve estaban embarazadas. Una de ellas dio a luz en bebé prematuro al que los guardias ahogaron en un cubo de agua. «Hubo otra mujer que se descubrió que estaba embarazada. El doctor Menguele se enfadó tanto porque le hubiese engañado que fue especialmente cruel con ella.Cuando dio a luz puso al bebé a su lado en una camilla, le ató alrededor de los pechos una cinta para que no pudiera alimentar a su hijo y lo viera morir de hambre», relata Wendy Holden. «Tras cinco días así, un médico se apiadó y le dio morfina para que ella misma matara a su bebé y no tuviera que verlo perecer por inanición».
Nueve meses ocultando su estado
Auschwitz era lo más parecido al infierno que habían visto. «Había una montaña de ropa de la gente que habían mandado a la cámara de gas. Los guardias les tiraban a las internas la ropa que pillaban, ya fueran de niño o prendas diferentes a su talla», explica Holden en la presentación de su libro en Madrid. En un golpe de suerte camuflado por esa cadena de desgracias, a las tres les tocaron camisones anchos que, unidos a su desnutrición, les ayudaron a disimular una creciente barriga en los siguientes meses. Tras dormir en los barracones en el que se agolpaban junto a otras dos o tres compañeras, desayunaban una especie de agua negra con cierto sabor a café, comía un caldo insustancial a modo de sopa y a veces también trozos de pan que en ocasiones estaban invadidos por los insectos. Famélicas y exhaustas, llegaron a pesar unos 30 kilos.
A medida que avanzaba el tiempo, ocultar el embarazo comenzaba a ser más difícil. Una mañana en la que Priska estaba en una ducha común de agua fría, fue una de sus compañeras la que, por miedo a un castigo comunitario, la delató tras descubrir su prominente barriga. «Está embarazada», le dijo a las guardias cuando se acercaron a disolver el jaleo. Ya sea por compasión o porque los aliados se encontraban cerca y los nazis comenzaban a hacer méritos ante una posible derrota, la dejaron vivir y unos días después dio a luz sobre un tablón sucio y frío de la fábrica en la que trabajaba. Mientras intentaba aguantar el dolor, los oficiales se reían y «apostaban sobre si nacería niño o niña. ‘Decían que si era niña, la guerra terminaría de inmediato, pero que si se trataba de un niño, el enfrentamiento seguiría por mucho más tiempo'», cuenta en el libro. Finalmente dio a luz a una raquítica niña llamada Hana.
Un parto extremo
Con la alegría de haber sobrevivido a Auschwitz, que mató a 1.100.000 personas de los 1.300.000 inquilinos que albergó, los prisioneros fueron trasladados a un nuevo destino: el campo de trabajo de Mauthausen. En el trayecto, en un vagón atestado de excrementos, piojos y cadáveres que los nazis tiraban a las vías en cada parada, Rachel dio a luz a su hijo Mark. En el mismo trayecto viajaba Anka, que tras ver el letrero de Mauthausen, notó su primera contracción. Sabía que ese lugar era sinónimo de muerte y se puso tan nerviosa que no pudo contener el alumbramiento. Cuando llegaron y los nazis obligaron a las mujeres a subir por sí mismas al temido lugar, Anka no pudo con el dolor.
Entonces, uno de ellos la apartó y la empujó hasta una carretilla donde transportaban a las mujeres moribundas. Frente a un bello paisaje que contrastaba con las oscuras torturas que se aplicaban en aquel campo, Anka milagrosamente dio a luz a su hija Eva entre insectos y enfermas de tifus, hasta que fue trasladada a la enfermería donde pudo descansar.
Cuando Alemania se rindió y los Aliados liberaron progresivamente los campos de concentración se encontraron con hordas enteras de cadáveres que aún conservaban la respiración, sacos de huesos andantes y víctimas que habían sido desprovistos de toda humanidad. Unos prisioneros lo celebraron, otros se mostraron temerosos y desconfiados y otros no tuvieron ni fuerzas para moverse. Con una buena intención proporcional a la inexperiencia de los soldados, algunos de ‘los libertadores’ les daban a los prisioneros todos los alimentos que encontraban a su alcance (chocolate, pan, chicle…) lo que provocó centenares de muertos. Los estómagos de las víctimas estaban tan maltratados, desacostumbrados y reducidos que muchos de ellos no aguantaron comer de golpe tantos alimentos sólidos y perecieron por las diarreas. Las fuerzas norteamericanas tampoco pudieron evitar las venganzas de los judíos contra los que habían sido sus verdugos. «No pudo hacer nada cada vez que los prisioneros de verdad descubrían a guardias de las SS que se habían disfrazado de reclusos y, tomando la justicia por su mano, los golpeaban hasta matarlos», relata el libro al describir las impresiones que un joven médico de tan solo 22 años, LeRoy Petershon, describió al rememorar la liberación de Mauthausen.
La vuelta a casa
Tras el fin de la pesadilla, los liberados comenzaron una odisea para volver a sus países de origen o comenzar una nueva vida en Estados Unidos o Inglaterra. Aprendieron la diferencia entre la casa y el hogar.
Tras años de hambre, miseria y malos tratos, las tres mujeres esperaban encontrar a sus maridos de regreso a sus países y recuperar así los años de felicidad que el régimen nazi les había robado. En ningún caso fue así, los tres hombres fallecieron durante la guerra sin saber ni siquiera que sus bebés habían logrado sobrevivir.
Las tres lograron rehacer sus vidas y murieron muchos años después rodeadas de su familia. Priska volvió a Bratislava . Checoslovaquia cayó bajo el régimen comunista solo unos años después. Rachel regresó junto a sus hermanas a Pabianice (Polonia) y emigró años después a Estados Unidos para evitar el reclutamiento militar de su hijo Mark. Anka volvió en busca de su marido y tras descubrir que estaba muerto, se casó con otro hombre y emigró a Inglaterra.
El Holocausto marcó para siempre la vida de estas mujeres. Anka, al igual que Rachel, nunca volvió a comprar objetos de fabricación alemana, y «se opusieron al Eurotúnel porque decía que ‘los alemanes podían cruzarlo'». Tampoco pudo ver nunca más una chimenea, cuyo humo le recordaba al indescriptible olor de carne humana quemada en Auswitch, con la que tenía pesadillas.»Durante la incineración de su marido, Anca volvió a ver el humo salir de una chimenea y se puso a temblar y a llorar», relata Holden en el libro.
El libro ‘Nacidos en Mauthausen’ es, sobre todo, un relato de cómo la vida se abre paso entre los caminos tortuosos e insistentes de la muerte, aunque la victoria sea pírrica y, por eso mismo, milagrosa.