En lo que se ha convertido en una de las escenas más controvertidas de todas las obras de Shakespeare, el Acto IV, Escena 1 de El Mercader de Venecia se abre en una sala de justicia, donde Antonio, un mercader, está siendo juzgado por no haber pagado su deuda a Shylock. “Id uno y llamad al judío al tribunal”, declara el duque.
El juez que preside el juicio no ha podido encontrar una forma lícita de liberar a Antonio de su fianza, ni de la pena acordada, la extracción de una libra de su carne del cuerpo.
Cuando se le pide una razón para querer castigar a Antonio de esta manera, Shylock responde: “Así que no puedo dar ninguna razón, ni la daré. / Más que un odio alojado y un cierto aborrecimiento”.
Cuando Bassanio se ofrece a pagar el préstamo, Shylock declara que no aceptaría el dinero, aunque la suma fuera seis veces mayor.
Después de varios giros y discusiones legales, la escena termina con Shylock, cuya vida pende de un hilo, aceptando convertirse al cristianismo y dar su mitad de la herencia a Lorenzo, quien Shylock cree que ha convencido a Jessica, su hija, para que se fugue con él, robe el anillo de boda de su madre y abandone su fe judía.
“Habría que ser ciego, sordo y mudo para no reconocer que la gran comedia equívoca de Shakespeare, El mercader de Venecia, es sin embargo una obra profundamente antisemita”, que refleja los virulentos prejuicios de la Inglaterra isabelina, declaró en 1998 Harold Bloom, el distinguido crítico literario.
Esta opinión, sin embargo, dista mucho de ser unánime. Desde el siglo XVIII, Shylock ha sido representado a menudo con simpatía, haciendo hincapié en su ya icónico alegato “¿No tiene un judío ojos? ¿No tiene un judío manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones, alimentado con la misma comida, herido con las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo invierno y verano que un cristiano? Si nos pinchan, ¿no sangramos? Y si nos perjudican, ¿no nos vengaremos?”.
En “Vindicando a Shakespeare”, Stephen Byk, actor, director y educador retirado que reside en Israel desde 1965, recurre a las herramientas de los profesionales del teatro para “exonerar” a Shakespeare de las acusaciones de antisemitismo.
“Vindicando a Shakespeare” alcanza su máxima expresión cuando Byk ofrece intervenciones de dirección destinadas a aclarar los significados implícitos en el texto. Cuando entra en la corte, sugiere Byk, Shylock, que espera consumar su venganza, “debe ir vestido y acicalado hasta la perfección ceremonial”, tal vez hasta el exceso, para cubrir “el fino barniz superpuesto a su rabia interior”.
Como Bassanio y Gratiano se dan cuenta de que Shylock está afilando su cuchillo en la suela de su zapato, Byk recomienda (para no distraer al público y demostrar que está angustiado) que Shylock se retire detrás de la mesa en la que ha puesto su balanza mientras ellos hablan, busque una herramienta que creía haber traído consigo, y luego se quite un zapato, escupa en él y se afile la hoja.
Dicho esto, a pesar del provocativo título de su libro, la interpretación de Byk de El mercader de Venecia se hace eco en realidad de las valoraciones de muchos críticos literarios contemporáneos, que afirman que Shakespeare presenta a Shylock al menos tanto como víctima como victimario. Pero Byk también se esfuerza por explicar por qué el Shylock del Acto III “No tiene ojos de judío” da paso en el Acto IV a un Shylock que se ajusta a los estereotipos isabelinos.
Además, muchas de las afirmaciones de Byk son especulativas. Si Antonio (en lugar del duque o de Bassanio) hubiera pedido públicamente a Shylock que redujera la pena o se hubiera ofrecido a pagarle más dinero, supone Byk, “lo más probable es que Shylock se hubiera apaciguado y se hubiera llegado a un compromiso”. Muchos isabelinos “habrían aplaudido” la exigencia de que Shylock renunciara a su religión, escribe Byk, para luego plantear que, a pesar de la “afinidad fundamental” del público con esta decisión, la “abyecta humillación” de Shylock habría traspasado, “al menos en parte, el muro de sus prejuicios”. La observación de Gratiano al final de la obra de que “faltan dos horas para el amanecer -ese símbolo tradicional de la renovación-” y la ausencia de bailes de celebración, afirma Byk, son una señal de que los personajes “y toda la sociedad isabelina” siguen “desconcertados e incómodos con lo que han vivido”, reforzando así s “su percepción no cómica de sus prejuicios”.
Byk también interpreta la falta de comentarios registrados sobre la obra a finales del siglo XVI y principios del XVII como prueba de que “el público reconocía plenamente la verdadera intención de Shakespeare, y fue ese reconocimiento el que motivó su reserva”. Y propone que “el aparente antisemitismo de la obra” fue “una ingeniosa cortina de humo” que permitió a Shakespeare “criticar, aunque fuera de forma oblicua,” el conflicto religioso, social y político que supuso el rechazo del rey Enrique VIII al poder papal y su creación de una Iglesia anglicana.
Es probable que las ideas del director Byk mejoren la comprensión y el disfrute de El mercader de Venecia por parte de los espectadores contemporáneos. Vindicando a Shakespeare es también un útil correctivo a los juicios ex cathedra de Bloom y otros críticos; un recordatorio del comportamiento poco cristiano de los personajes cristianos de la obra, y de la humanidad de Shylock.
Al final, me parece que Susannah Heschel, profesora de estudios judíos en el Dartmouth College, tiene razón.
“Si Shakespeare hubiera querido escribir algo que simpatizara con los judíos”, señala, “lo habría hecho de forma más explícita”.
No obstante, añade, la obra “abre la puerta a cuestionar” el antisemitismo arraigado. Y frente a quienes no quieren que nadie la estudie, Heschel considera que Mercader es “una de las piezas más importantes de la literatura de la civilización occidental”, una obra que debe -y puede- leerse “de forma más compleja”.