Tres obstáculos se interponen en el camino de Israel para hacer frente a la violencia en la sociedad árabe: una negación institucional de los motivos que hay detrás de los alarmantes incidentes que también conducen a errores de diagnóstico; una fijación por parte del sistema legal que no reconoce el estado de emergencia que requiere desviarse del camino de la ley y de las convenciones de derechos civiles aceptadas de un estado democrático; y la falta de fuerzas de seguridad disponibles para responder con una campaña integral.
En cuanto al primer obstáculo, los altos funcionarios políticos y de seguridad prefieren evitar diagnosticar la serie de incidentes violentos como subversión nacionalista y se aferran más bien a la hipótesis de que son de naturaleza criminal. Por ejemplo, el jefe de la policía, Kobi Shabtai, afirmó recientemente en un debate en la Knesset que los disturbios ocurridos en ciudades mixtas durante el último conflicto con Hamás tenían su origen en la desigualdad en el sector árabe. Esta negación permite a la policía eludir su obligación de responder al asunto.
Quien niegue que los alborotadores salieron a la calle por motivos nacionales no hace sino confirmar el daño que este fenómeno ha infligido al propio sector árabe. Es cierto que la mayoría de los asesinatos se producen como consecuencia de conflictos internos. Pero después de todas las explicaciones sobre la situación única del sector y sus características culturales, debemos preguntar al gobierno por qué entonces, en Jordania, o incluso en la Franja de Gaza, estos casos de asesinato a la luz del día son mucho menos frecuentes.
Nuestros sabios han dado la respuesta a esto en la Ética de los Padres: “Reza por la integridad del gobierno, pues si no fuera por el temor a su autoridad, el hombre se tragaría vivo a su vecino”.
La propagación de la violencia en la sociedad árabe de Israel es un resultado directo de la pérdida de gobernabilidad del Estado. La sensación de anarquía y ansiedad en las calles árabes juega a favor de los grupos que buscan socavar la soberanía de Israel. Desde esta perspectiva, la violencia en el sector árabe es una amenaza existencial para el Estado de Israel.
En cuanto al segundo obstáculo, el poder judicial se resiste a reconocer la gravedad del asunto y, por lo tanto, a declarar el estado de emergencia, dando a las autoridades estatales la facultad de actuar de forma inmediata y a fondo, cuya alternativa sería perder la soberanía por completo.
Es una simple verdad que se entendía en el pasado hasta que los tiempos modernos dieron a luz el concepto de derechos humanos. De aquí surge la sensibilidad para enviar unidades militares a las calles de las ciudades y pueblos árabes.
También debemos preguntarnos por qué a los que se oponen a enviar unidades del ejército para dispersar a las multitudes de manifestantes violentos no les importó que 30.000 soldados y policías se enfrentaran a civiles leales, residentes en Gush Katif.
Es un hecho indiscutible que en cualquier Estado democrático no hay lucha soberana más legítima que la que se libra contra el comercio ilegal de armas por parte de sus ciudadanos.
Los dos primeros obstáculos crean el tercero: el déficit básico de las fuerzas de seguridad. Al eliminar estos obstáculos, todas las personas implicadas en el tratamiento de la situación comprenderán que se trata de un estado de emergencia que requiere un amplio reclutamiento y una campaña exhaustiva a largo plazo.