Para entender los últimos 40 años de lucha islámica en Afganistán, hasta la apresurada retirada de las tropas estadounidenses, debemos examinar primero el legado de Abdullah Yusuf Azzam. Nació en un pequeño pueblo palestino cerca de Jenin, en Judea y Samaria, y se trasladó a Jordania tras la Guerra de los Seis Días de 1967.
Se unió a los Hermanos Musulmanes y orquestó atentados junto con la Organización para la Liberación de Palestina contra Israel. Tras completar sus estudios en la Universidad de Al-Azhar en Egipto y pasar una breve temporada en Arabia Saudita, se dirigió a Islamabad, donde se reunió con los muyahidines locales que luchaban contra los soviéticos.
Azzam, un líder carismático, dirigió a miles de voluntarios musulmanes a la guerra, entre ellos a su discípulo más cercano, Osama bin Laden. Su visión era sencilla: “luchar y derrotar a nuestros enemigos y establecer un Estado islámico en un pedazo de tierra como Afganistán… La jihad se extenderá y el islam luchará contra los judíos en Palestina y establecerá un Estado islámico en Palestina y en otros lugares. Entonces, todos estos países se unirán en un solo Estado islámico”.
En su visión, que también influyó mucho en Hamás, Azzam marcó la victoria del islam en Afganistán como el punto de partida de la lucha islámica, que terminaría con la “liberación de Palestina”. En este sentido, la rápida toma de posesión de Afganistán por parte de los talibanes puede ser percibida por muchos como una inspiración para seguir adelante con la lucha.
La victoria de los talibanes en Afganistán tiene implicaciones cuando se trata de Israel. Y Estados Unidos, que pretende desvincularse de Oriente Medio, también debe prestar atención a estos acontecimientos. Estados Unidos solía tener una hegemonía en la región, especialmente tras el colapso de la Unión Soviética. Eso fue lo que impulsó al antiguo primer ministro de Israel, Isaac Rabin, a firmar los Acuerdos de Oslo, a pesar de los riesgos evidentes.
Por aquel entonces, parecía que el mundo se encaminaba hacia una mayor estabilidad. El mundo árabe se encontraba entonces en un estado de crisis, que alcanzó su punto álgido tras la victoria de Estados Unidos en Irak después de la primera Guerra del Golfo en 1991. Estados Unidos no solo era superior por sus capacidades tecnológicas, sino también por su capacidad para liderar la coalición anti Irak, que incluía fuerzas árabes como Egipto, Arabia Saudita y Siria. Tanto el presidente de la OLP, Yasser Arafat, como el rey Hussein de Jordania, que apoyaba a Iraq, se encontraron en crisis tras la Guerra del Golfo. Esta situación es la que condujo a los Acuerdos de Oslo.
Sin embargo, todo ha cambiado desde entonces. Estados Unidos ya no es tan poderoso en Oriente Medio, mientras que el papel de Rusia se ha vuelto más influyente. Pequeñas y continuas guerras han estallado en todo el mundo bajo un nuevo paradigma que ha ido socavando el nuevo orden mundial: las fuerzas islámicas radicales -desde Afganistán hasta Yemen, y desde Siria hasta Libia- se han dado cuenta de que su propia inferioridad respecto a Occidente es lo que les da el potencial de lucha para desarraigar la estabilidad que Occidente necesita tan desesperadamente. Irán ha conseguido aprovechar al máximo este potencial a través de su intromisión regional. El mundo que propició los Acuerdos de Oslo ya no existe, y es algo que el primer ministro Naftali Bennett debería dejar claro a la administración Biden durante su próximo viaje a Washington.