Es hora de admitirlo. En menos de un año, la de Joe Biden es una presidencia fallida. Biden lo sabe, la prensa lo sabe y los votantes lo saben. Y nuestros adversarios extranjeros, como China y Rusia, lo saben.
También es hora de mirar a la “camarilla” de líderes empresariales, sindicales y políticos que nos endilgaron la administración Biden. No será difícil, ya que hace menos de un año se jactaban abiertamente de sus esfuerzos.
El fracaso es evidente. La administración está tan desesperada que está rogando a la prensa que le dé una mejor cobertura. (¿Qué, se supone que mienten sobre los precios de la gasolina y los alimentos? Supongo que sí.) Los chinos y los rusos se están moviendo agresivamente contra Estados Unidos y sus aliados, en tierra, en los mares e incluso en el espacio exterior, porque no temen las repercusiones de un presidente cansado e incoherente que preside una administración de incompetentes Woke y recauchutados de Obama.
¿Y los votantes? Los votantes lo saben de primera mano. Un asombroso 63 % de ellos piensa que el país va por mal camino, según la encuesta del Wall Street Journal de esta semana. Solo el 27 % cree que va por el buen camino. El 46 % espera que la economía empeore; únicamente el 30 % opina que mejorará. Son muchos más los que esperan que la inflación empeore a que mejore. El 33 % opina que la delincuencia empeorará. El 50 % considera que la división política del país empeorará.
Los votantes hispanos -la gran esperanza demográfica de los demócratas para dominar el país- ya no se inclinan por los demócratas, sino que ahora están divididos por igual entre los partidos. Las cuestiones económicas son una preocupación especial, y es fácil ver por qué: Con los precios de los alimentos y la gasolina por las nubes, con los alquileres en alza y con los problemas económicos relacionados con la cadena de suministro, las fronteras y la delincuencia, las perspectivas son malas. Se necesitará algo más que otra columna de Bill Kristol acusando a Donald Trump de racismo para distraerlos de eso.
Normalmente, cuando se tiene un mal presidente, la culpa es de los votantes. Ellos decidieron lo que querían y, en la famosa frase de H.L. Mencken, merecen obtenerlo bien y duro. Pero al cargar a Estados Unidos con la administración Biden, los votantes recibieron algo más que un empujón.
Como informó la revista Time poco después de las elecciones de 2020, una “camarilla” -palabra de Time– de “activistas de izquierda y titanes empresariales” trabajó para deshacerse de Trump. Impulsó el voto por correo. Se movió para bloquear las demandas por fraude electoral presentadas por Trump y sus partidarios. Empleó la censura en las redes sociales para silenciar los argumentos a favor de Trump y amplificar los argumentos en contra. Patrocinó protestas.
Time llama a esto una “conspiración para salvar las elecciones”, sin embargo, en realidad fue una conspiración para salvar las elecciones para los demócratas. Las consecuencias en términos de pérdida de fe en la democracia han sido graves, pero el peor efecto es que la candidatura ganadora nunca fue examinada seriamente por los medios de comunicación o el proceso de campaña. Como resultado, tenemos un presidente de cuya capacidad mental duda abiertamente gran parte de la nación.
Y la línea de sucesión no es mucho mejor: La competencia de Kamala Harris es objeto de burla incluso por parte de sus compañeros demócratas, y sus propios empleados están haciendo cola para abandonar el barco. Harris no ganó ni un solo delegado en las primarias demócratas y sus encuestas son aún peores que las de Biden. Y la tercera en discordia es Nancy Pelosi, de 81 años, que parece enérgica y aguda solo en comparación con nuestro envejecido jefe del Ejecutivo.
En una campaña normal, las debilidades de Biden habrían sido obvias. Los candidatos normales soportan calendarios extenuantes con frecuentes discursos que revelan sin piedad cualquier escasez de energía o intelecto. Ahora está claro que si Biden hubiera tenido que hacer eso, la mayoría de los votantes lo habrían considerado incapaz.
Pero la “camarilla” se aseguró de que la prensa no le presionara para que saliera de su sótano. Las preguntas sobre sus capacidades fueron silenciadas. Y la prensa también ayudó al fomentar y desplegar la histeria COVID contra Trump, a veces esperando abiertamente que le perjudique, otras veces desplegando la histeria para apoyar los votos por correo y otras prácticas cuestionables.
El artículo de Time dice: “Suena como un sueño febril paranoico: una camarilla bien financiada de gente poderosa, que abarca industrias e ideologías, trabajando juntos entre bastidores para influir en las percepciones, cambiar las reglas y las leyes, dirigir la cobertura de los medios y controlar el flujo de información”.
Sin embargo, no pasa nada porque, nos dicen, “no estaban amañando las elecciones; las estaban fortificando”.
¿Lo hacían? ¿Realmente lo hacían?
Estados Unidos se enfrenta ahora a un momento peligroso, a nivel internacional, nacional y económico, con un liderazgo obviamente inadecuado en la cima. Si sobreviene el desastre, la gente que se jactó abiertamente de sus esfuerzos para instalar la administración Biden puede desear haberse callado.
Glenn Harlan Reynolds es profesor de Derecho en la Universidad de Tennessee y fundador del blog InstaPundit.com.