¿Recuerdas en noviembre de 2009, cuando miles de manifestantes por la libertad en las calles de Teherán, Irán, coreaban “¡Obama, Obama, o estás con nosotros o estás con ellos [el Régimen Islámico]!”?
Fue el momento en que el entonces presidente Barack Obama se reveló como el hipócrita (con alma totalitaria) que era y es.
Él, por supuesto, no hizo nada por el sufrido pueblo de Irán entonces por miedo a socavar su acuerdo nuclear con los mulás que no tenían ninguna intención de adherirse en primer lugar, y no lo hicieron.
No puedo evitar creer que Obama también lo sabía (la mayoría de nosotros lo sabíamos), pero siguió adelante de todos modos. Dejo que ustedes decidan sus motivos.
Ahora, Joe Biden se enfrenta a una situación extrañamente similar. Por primera vez en décadas, el pueblo cubano se está levantando contra sus amos comunistas. ¿Defenderá Biden la democracia y la libertad o se rendirá (o se plegará a otros intereses) como su “antiguo” jefe?
Irónicamente, una de las principales quejas de los manifestantes, además de, por supuesto, las desesperadas súplicas de libertad de una miserable dictadura de décadas, es la falta de atención médica, incluyendo las vacunas contra el COVID.
Lo que nos trae otro recuerdo no muy lejano (2007): el estreno de esa sarta de mentiras cinematográficas que es “Sicko”, en la que Michael Moore va a La Habana para afirmar la superioridad del sistema médico cubano sobre el nuestro basándose en afirmaciones absolutamente ridículas.
En 2016, cuando el corpulento Moore no sorprendió al contraer un caso grave de neumonía y admitió que “las cosas no pintaban bien”, él, tampoco sorprendió, no regresó a Cuba para recibir tratamiento, sino que se registró en una UCI de un hospital de Nueva York que lo mejoró en una semana.
Eso es lo que le pesa a Biden a la hora de formular su política hacia Cuba, o la falta de ella: los Michael Moores del mundo como The Squad y Bernie Sanders, cuya interminable hipocresía sobre el totalitarismo solo es superada por la lista de las 15 personalidades “woke” de Hollywood que “se codearon, pasaron vacaciones y promocionaron películas en la Cuba comunista” citada por Breitbart.com.
Pensé que estos “progresistas” eran tan grandes en los derechos de los homosexuales. ¿No vieron la película “Antes de que anochezca” sobre Fidel encarcelando a los homosexuales? El Che tampoco era muy amigo de los homosexuales, ni de sus antiguos camaradas. Cuando no se adherían a lo que él consideraba la línea del partido, los ponía contra la pared y los fusilaba.
Me entristece admitir que yo también fui un fanático precoz del romanticismo socialista de la Revolución Cubana. Cuando tenía 13 años, mis amigos y yo corrimos a Central Park para escuchar el discurso de Fidel. Fue toda una escena, con casi todos los dominicanos de la ciudad presentes, gritando que Castro hiciera por su país lo que él había hecho por Cuba. Ese fue el año en que vino a Nueva York y asó un pollo en su habitación del Hotel Theresa de Harlem.
Más tarde, conocí a gente que se unió a las “Brigadas Venceremos” y bajó a la isla a cortar caña de azúcar, pero eso era demasiado “rojo”, por no mencionar lo arduo del asunto, para mí.
Finalmente llegué a Cuba en 1979. Para entonces, era, como mínimo, escéptico con respecto a la revolución, pero no pude resistirme a una invitación para ser delegado en el Primer Festival del Nuevo Cine Latinoamericano.
Volé ilegalmente en un avión de seis plazas que salió de Miami y que estuvo a punto de dar la vuelta cuando el piloto, un veterano de Vietnam, se dio cuenta de a dónde íbamos. Siendo el único en el avión que hablaba algo de español, acabé hablando con un controlador de tráfico sospechoso en el aeropuerto de La Habana, de aspecto rural, con su salpicadura de aviones militares y un avión de pasajeros de Aeroflot.
La isla estaba aún peor de lo que esperaba, completamente cerrada en ese momento, con la prohibición incluso de la música afrocubana con la que había crecido en Nueva York. (Esto fue antes de la llegada del Buena Vista Social Club).
Los delegados pasamos el tiempo viendo una serie de películas de propaganda, en su mayoría aburridas, mientras algunos de los cineastas locales nos susurraban al oído que querían salir.
El punto culminante de la semana fue que nos llevaron al club nocturno Tropicana, ese vestigio de los tiempos de Batista con jóvenes en escasos trajes bailando frente a aparatosos europeos del este que aparentemente se divertían como nunca en el trópico. Eso, en sí mismo, fue una lección sobre la verdadera naturaleza del comunismo (eso y también que Fidel muriera multimillonario en un país tan empobrecido).
Como todos los países comunistas, me sentí como en una gran cárcel y me alegré cuando llegó la hora de irme. Pero no fue tan fácil. De alguna manera, nuestro avión no tenía permiso para aterrizar. Estuvimos esperando un día entero en el aeropuerto de La Habana, cada vez más nerviosos -¿volveremos a casa alguna vez?- hasta que finalmente, el propio Raúl Castro dio una orden, el avión aterrizó y nos fuimos.
Pienso en ese momento cuando veo la información intermitente que llega desde Cuba, la reticencia de los principales medios de comunicación a decir mucho, para no perjudicar a la administración. Como ocurre a menudo en estas situaciones, no se ve bien para los manifestantes.
¿Podríamos incluso darles apoyo si quisiéramos? Estados Unidos, antaño bastión de la democracia, ya no lo es. El Departamento de Estado y la Casa Blanca se equivocan, haciendo declaraciones que suenan bien pero que no son más que eso.
¿Van a repartir dinero, como hacen a menudo, para calmar las cosas y volver al statu quo, por horrible que sea? Nos queda preguntarnos, como decía la vieja canción, “¿De qué lado estás?”.