En la virtual Conferencia de Seguridad de Múnich de febrero de 2021, el recién elegido presidente de Estados Unidos, Joe Biden, declaró que “América ha vuelto. La alianza transatlántica ha vuelto”. En un discurso preelectoral, Biden también dejó claro que la OTAN está en el corazón mismo de la seguridad nacional estadounidense y es el baluarte del ideal democrático liberal.
Hasta la fecha, Biden se ha mantenido firme en su promesa y ha revitalizado la OTAN en su postura contra la invasión rusa de Ucrania. Lo mismo puede decirse de Europa, que ha abandonado su letargo y también ha adoptado una postura firme.
Biden también dejó claro que Estados Unidos retiraría la inmensa mayoría de sus tropas de las guerras de Oriente Próximo y Afganistán, definiendo estrictamente la misión estadounidense como derrotar a Al Qaeda y al Estado Islámico (ISIS). Este cambio se centró en la operación más rentable de Estados Unidos, en la que 2.000 tropas de fuerzas especiales y activos de inteligencia se aliaron con las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS) lideradas por los kurdos en el norte de Siria para derrotar al Estado Islámico.
En octubre de 2019, el entonces presidente Donald Trump dio un giro a la política estadounidense cuando, en una llamada telefónica con el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, dio luz verde a una tercera incursión turca en Siria y ordenó la retirada de las fuerzas especiales estadounidenses de la zona. Trump consideró la medida “estratégicamente brillante”, aunque Brett McGurk, en su día enviado presidencial especial de Trump para la Coalición Global para Derrotar al ISIS, la tachó de “estratégicamente retrógrada”. No obstante, las fuerzas especiales estadounidenses han mantenido su presencia en la región.
En consecuencia, el apoyo estadounidense a las Fuerzas de Autodefensa y a su columna vertebral, la milicia kurda YPG, sigue siendo la manzana de la discordia entre Estados Unidos y su supuesto aliado turco. Esta semana, el ministro turco de Asuntos Exteriores, Mevlut Cavusoglu, visitará Washington en un intento de limar asperezas con el secretario de Estado, Antony Blinken. Estas cuestiones incluyen un plan para vender cuarenta cazas F-16 y casi ochenta kits de modernización a Turquía y la compra por parte de Ankara del sistema ruso de defensa antiaérea S-400.
Pero dado que Turquía es una importante fuerza perturbadora en la región, resulta incomprensible que la administración Biden considere que la venta de los aviones F-16 está en consonancia con los intereses de seguridad nacional de Estados Unidos y con la unidad a largo plazo de la OTAN. La carta del Departamento de Estado al Congreso recomendando la venta llegó incluso a afirmar que Turquía es “un importante elemento disuasorio de la influencia maligna en la región”.
De hecho, Turquía ha decidido capitalizar su valor de molestia. Por ejemplo, en 2019, intentó bloquear los planes de la OTAN para la defensa de Polonia y los Estados bálticos a menos que etiquetara a las Fuerzas Democráticas Sirias lideradas por los kurdos como terroristas. Está haciendo lo mismo con las solicitudes de Finlandia y Suecia para ingresar en la OTAN, a menos que Suecia, en particular, entregue a una serie de refugiados políticos.
Como señaló hace cinco años Nate Schenkkan, entonces director de proyectos de Freedom House, aunque la toma de rehenes es una característica de la política exterior turca, el tiro le salió por la culata en el intento de Ankara de canjear al pastor Andrew Brunson por el imán turco Fethullah Gülen.
Una piedra angular de la política exterior estadounidense en la región es la Ley de Asociación Energética y de Seguridad del Mediterráneo Oriental, que designa a Grecia como un valioso miembro de la OTAN, a Israel como un aliado firme y a Chipre como un socio estratégico clave. En 2021, se actualizó el Acuerdo de Cooperación en Defensa Mutua (MDCA) entre Estados Unidos y Grecia para reforzar la cooperación en defensa y seguridad.
Por el contrario, Turquía ha adoptado su estrategia marítima “Patria Azul”, que reivindica 462.000 kilómetros cuadrados en el Mediterráneo Oriental, el Egeo y el mar Negro, incluidas las aguas territoriales griegas y chipriotas. Erdogan también ha amenazado a Grecia con un ataque con misiles.
En este contexto, el suministro de armamento adicional a Turquía carece de sentido estratégico. Según la prensa turca, la venta de los F-16 ya es un hecho. Según un informe del Hürriyet Daily News, “la administración [Biden] pretende que la perspectiva de la venta incite a Turquía a firmar la adhesión de Finlandia y Suecia a la OTAN”. Si este es el caso, la administración Biden ha optado por una política de apaciguamiento.
El ex asesor de Seguridad Nacional John Bolton tiene una opinión diferente y cree que la adhesión de Turquía a la OTAN debería cuestionarse por su apoyo a Rusia.
El próximo mes de junio se celebrarán elecciones presidenciales y parlamentarias en Turquía. Si hubiera igualdad de condiciones, Erdogan se enfrentaría a la derrota, entre otras cosas debido a la economía turca con problemas de liquidez y una inflación monumental.
Erdogan ya ha encerrado al copresidente del partido kurdo HDP (Partido Democrático de los Pueblos), Selahattin Demirtas, y el Tribunal Constitucional de Turquía ha suspendido la financiación del HDP por presuntos vínculos con el terrorismo. El principal contendiente de Erdogan, Ekrem Imamoglu, alcalde de Estambul, se enfrenta a penas de cárcel y a la prohibición de ejercer la política acusado de insultar a funcionarios electorales. Pero tres de los rivales de Erdogan también tienen muchas posibilidades de sustituirle.
Ahora, Erdogan está considerando una forma bien probada de conseguir apoyo popular: una cuarta incursión en Siria contra los aliados kurdos de Estados Unidos. Para ello, necesita la aprobación de Moscú y que Washington mire hacia otro lado.
Si todo esto fracasa, se teme que Erdogan intente derrocar el orden constitucional con el apoyo de su propia milicia, SADAT, la respuesta turca a Blackwater y al Grupo Wagner.