La prohibición de los judíos constituye uno de los capítulos más oscuros de la historia, una mancha indeleble en la memoria colectiva de Europa.
Esta vergonzosa página se escribió con tinta negra durante el reinado de Eduardo I en el Reino Unido, cuando, en 1290, su Edicto de Expulsión obligó a 3.000 judíos a abandonar el país. Francia no se quedó atrás, con sus propias oleadas de expulsiones en los siglos XIII y XIV, marcando lo que se considera su época más oscura.
La recurrencia de tales actos en Europa son un espectro del pasado hasta la década de 1930. Sin embargo, la mera insinuación de un resurgimiento de tales prácticas en la actualidad debería interpretarse como una clara señal de advertencia, un presagio de los tumultuosos tiempos que vivimos y del peligroso camino que estamos recorriendo.
En una amarga ironía, el Reino Unido y Francia, países que hoy viven un clima hostil hacia los judíos, son precisamente refugios de una diversidad de etnias. Muchas de estas comunidades llegaron huyendo de la persecución y la intolerancia en sus países de origen, buscando un santuario donde la libertad y la inclusión no fueran meras ilusiones. Iconos de esperanza como la Estatua de la Libertad y el London Eye, símbolo de la unidad de los londinenses, habían sido faros de libertad y solidaridad.
Sin embargo, en París hay un olvido colectivo de que la libertad no debe excluir a nadie, incluidos los judíos. Recientemente, se presenció un flagrante acto de exclusión cuando activistas de una universidad parisina impidieron el acceso a estudiantes judíos a un acto académico. Este acto se celebraba bajo la sombra de banderas palestinas, en una sala destinada a debatir sobre “Perspectivas palestinas, refugiados, judaísmo y antisionismo”, pero rápidamente se convirtió en un escenario para la promoción de un Estado palestino que negaría implícitamente la existencia misma de Israel.
Este acto, respaldado por voces que históricamente han cuestionado la legitimidad del pueblo judío, era previsible. Sin embargo, lo verdaderamente alarmante fue la respuesta de la administración universitaria ante semejante afrenta. Aunque anunciaron investigaciones internas y penales, la reacción es insuficiente ante la gravedad del acto.
El Instituto de Estudios Políticos de París emitió un comunicado en el que expresaba su compromiso contra el antisemitismo y lamentaba cómo la guerra de Oriente Medio había exacerbado las tensiones entre las comunidades estudiantiles, socavando el pluralismo y el sano debate.
La respuesta oficial, aunque revestida de razonabilidad, destila en realidad una aceptación tibia y cobarde de la situación, atribuyendo gran parte de la culpa a las “tensas relaciones en Oriente Medio”. Este argumento no reconoce abiertamente el veneno del antisemitismo que subyace a tales actos. Argumentar que la situación en Israel justifica de algún modo el acoso a estudiantes judíos en París es, en el mejor de los casos, desviar irresponsablemente la atención de una discriminación flagrante y, en el peor, un pretexto conveniente para excluir y demonizar a un grupo específico.
Esta actitud refleja un microcosmos de la más amplia imposibilidad de coexistencia pacífica entre dos Estados, evidenciando la reticencia de una parte a compartir espacio con la otra. Semejante mentalidad no solo sobrevive en París, sino que se extiende a Londres, donde la creciente hostilidad contra los judíos es palpable en cada protesta propalestina que tiene lugar casi cada fin de semana.
Esta atmósfera ha sumido a la comunidad judía londinense en un estado de temor, exacerbado por una vigilancia policial que se percibe como insuficiente para garantizar su seguridad. El grito de “del río al mar”, una llamada genocida, resuena por las calles, transformando la ciudad en un territorio hostil para los judíos los fines de semana, obligándoles a ocultar su identidad para evitar ser blanco de los ataques.
La narrativa que enmarca la guerra entre Israel y Hamás como epicentro del odio es un subterfugio, un velo que oculta una animadversión profunda y preexistente. Sugerir que este odio es un fenómeno reciente es ignorar la larga historia de antipatía que sólo buscaba una excusa para reavivarse.
La confrontación actual sirve convenientemente para condenar a Israel por el sufrimiento palestino, desviando así la atención de la opresión real ejercida por Hamás sobre su propio pueblo. Esta táctica de culpabilizar y señalar con el dedo es emblemática de quienes, bajo el pretexto de buscar justicia, perpetúan el sufrimiento ajeno.
En resumen, se trata de una estrategia de manipulación narrativa, adoptada por quienes se posicionan como defensores de la libertad, excepto cuando se trata de aquellos a quienes deciden excluir unilateralmente. Así, Israel se ve obligado una vez más a cargar con la cruz de las acusaciones, vilipendiado por aquellos cuya comprensión de la libertad está irremediablemente contaminada por su propia hipocresía.
El establecimiento de zonas prohibidas para los judíos en Europa puede ser el preludio de un futuro sombrío, marcado una vez más por las peticiones de expulsión. Este escenario no solo es sombrío, sino también profundamente irónico, pues demuestra que la historia, a pesar de sus lecciones, corre el peligro de repetirse.
Pero, como señaló infamemente el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, “estos acontecimientos no se produjeron en el vacío”. De hecho, ciertas zonas bajo control musulmán en París y Londres se han transformado en áreas prohibidas para la policía y las autoridades locales, que evitan entrar por temor a su propia seguridad.
Bruselas no es ajena a este fenómeno, y la policía reconoce su incapacidad para mantener el orden en barrios predominantemente musulmanes. Estos lugares, hogar de algunas de las figuras clericales islámicas más radicales de Europa, han sido prácticamente abandonados por las fuerzas del orden.
Esta capitulación, el acto de entregar las riendas de partes enteras de las ciudades a grupos radicales, es una invitación al caos. Es una abdicación explícita del deber de proteger y servir, permitiendo que estos sectores se conviertan en caldo de cultivo del extremismo.
La perpetuación de zonas prohibidas no es solo una amenaza latente para los judíos, sino que en última instancia socava la seguridad y el bienestar de todos los ciudadanos, judíos y no judíos por igual. Lo que comienza como un ataque dirigido a una comunidad específica acaba invariablemente afectando a la sociedad en su conjunto. La historia ha demostrado, una y otra vez, que las tragedias que comienzan con judíos rara vez terminan con ellos.
Este patrón, ominoso y predecible, nos recuerda la urgente necesidad de reconocer y afrontar estas tendencias antes de que arraiguen más profundamente. Ignorar las señales y permitir que se extienda la intolerancia solo garantiza la repetición de los errores del pasado, arrastrando a la humanidad una vez más a la oscuridad de la que tanto nos ha costado salir.