No había opinado sobre la tensión entre Trump y Zelensky porque el tema exige claridad antes que juicios apresurados. Quería ver el cuadro completo. El tuit de @CapitanKaplan aporta una pieza clave. Soy, y sigo siendo, pro-Ucrania. Sin embargo, la política no admite romanticismos. Es un arte brutal que exige realismo descarnado: aquí no hay amigos ni enemigos, solo intereses fríos.
Si los deseos mandaran, imaginaría una superpotencia aliada de Israel y Ucrania. Pero eso es fantasía. Mientras Irán busca acercarse a Turquía para sostener a Hezbolá y afianzar su peso en Oriente Medio, Israel abre canales con Rusia. ¿Qué ocurre? La respuesta aclara el caos. En el último año y medio, Israel desmanteló el eje iraní: Irán está vulnerable, el régimen sirio colapsó, Hezbolá perdió liderazgo y firepower, y Hamás agoniza. Rusia, afectada colateralmente, perdió su base naval en Tartus, Siria, su ventana al Mediterráneo y a África. Sin ella, el gigante asiático se reduce a potencia regional, con su influencia global en jaque.
Para Rusia, esto es un golpe devastador. La guerra en Ucrania la sangra en recursos y vidas, y resignarse a perder Tartus fue inevitable, aunque humillante. Turquía, en cambio, festeja. Erdogan, obsesionado con revivir el esplendor otomano, vio su oportunidad tras la caída de Assad, su exrival. Apoyó a milicias islamistas para dominar Siria, golpeando a los kurdos y extendiendo su sombra. Antes, Rusia e Israel le estorbaban. Ahora solo queda Israel.
El tablero sirio se tensa. Choques entre islamistas y drusos, junto a la pugna turco-kurda, auguran un sur de Siria autónomo o independiente, respaldado por Israel. Este apoya a drusos y kurdos para frenar a Erdogan, quien, sin arriesgar guerra abierta, podría azuzar otra guerra civil en Siria. Y luego en Líbano. El equilibrio pende de un hilo afilado.
En los días dorados de Putin, nadie habría osado alterar así el orden en Siria. Pero Rusia es ahora un eco del pasado, y el Medio Oriente amenaza con hundirse en el desorden. Palestina, derrotada, pierde relevancia; Siria, en cambio, es un polvorín a punto de estallar. En este torbellino, Trump lanza una propuesta audaz: un megaproyecto para Gaza. El mundo lo condena, pero en la región no lo rechazan. Ni siquiera las monarquías sunitas. Podría, al fin, resolver la guerra palestino.
Si Gaza cae bajo la órbita de Estados Unidos, o en un control compartido con Arabia Saudita e Israel, surgiriría un bloque capaz de frenar la ambición turca. Solo faltaría un último golpe para arrinconar a Erdogan. Ese golpe es Rusia: debilitada, pero con colmillo militar, su posición al norte del mar Negro cerraría el cerco sobre Turquía, forzándola a bajar las armas. La idea de Trump, tan repulsiva como astuta, cobra forma.
El plan implica apuntalar a Rusia en una guerra que no logra dominar. No es caridad: a cambio, Estados Unidos toma el Mediterráneo desde Gaza, y Rusia abandona Tartus sin chistar. Más aún, al aliarse tácitamente con Washington y Riad, Putin esquiva un desplome del petróleo que lo sepultaría, cortesía de los dos titanes del crudo. Para sellar este pacto incómodo, Estados Unidos tensa su relación con Europa. ¿Era imprescindible llegar a este extremo? La lógica fría dice que sí; el costo moral, que no.
No sé si era imprescindible, pero tiene su lógica. Europa, por absurdo que parezca, siempre ha tendido una mano a Irán. Que lo diga Macron. España, Bélgica y, en ciertas posturas, hasta Alemania han seguido esa línea. Junto a Irlanda y Noruega, han impulsado políticas antiisraelíes que, sin querer o no, fortalecen a los ayatolás. Esa es solo una muestra del sinsentido europeo. Apoyan a Ucrania frente al peligro ruso, pero sus líderes woke y multiculturales han dejado crecer el islamismo que tanto beneficia a Irán, Hamás y Hezbolá.
El único acierto de Trump —repulsivo, sí, pero mérito al fin— es trazar una estrategia con pies y cabeza. A simple vista, lo obvio sería respaldar a Israel y Ucrania contra el tándem Irán-Rusia. Pero había trabas. La primera: Europa. Su ambigüedad y su deriva posmoderna la volvieron un lastre. Trump enfrentó un dilema: convencer a Rusia o a Europa de abandonar a Irán. ¿Quién era el blanco más fácil? Putin, sin duda. Una sola mente decide, no un enjambre de países desorientados.
Para Putin, el anzuelo es doble: avanzar en Ucrania y ajustar cuentas con Erdogan, quien, al apoyar a los islamistas que derrocaron a Assad, aceleró la caída rusa en el Mediterráneo. Esas afrentas no se olvidan. Rusia tiene razones de sobra para soltar al eje chiíta iraní y virar hacia los sunitas e Israel. Eso le basta a Trump para mover sus fichas. Su jugada, chocante por donde se mire, brilla con la lógica gélida de la política.
¿Y era preciso humillar tanto a Ucrania? Por desgracia, Ucrania se enredó sola al respaldar mociones pro-palestinas en la ONU. Eso la acercó al bando iraní —por inverosímil que suene— y a Israel no le tembló el pulso para apuntarlo en su lista. Lección clara: aliarte con palestinos te pasa factura en el peor momento.