El Embajador de Portugal, João Ribeiro de Almeida, y el Sr. Victor Lopes, fueron recibidos por la directora de la Biblioteca Nacional, Elsa Barber. Ellos asistieron convocados por los representantes del Centro Simon Wiesenthal en América Latina y realizaron la donación de dos libros sobre Aristides de Sousa Mendes a la Biblioteca.
Sousa Mendes fue cónsul portugués en Francia, ocupada durante la Segunda Guerra, y declarado en 1966 como Justo entre las Naciones por el Estado de Israel. Los títulos recibidos son Memórias de um neto de António Moncada S. Mendes y Aristides de Sousa Mendes. 50 anos de memoria, dedicado por el nieto de Sousa Mendes al pueblo argentino.
La donación surge del convenio firmado entre la Biblioteca Nacional y el Centro Simon Wiesenthal destinado a crear el Fondo Simon Wiesenthal en la BNMM a partir de donaciones de material bibliográfico sobre antisemitismo y Holocausto.
Aristides de Sousa Mendes nació en julio de 1885 en Carregal do Sal, un pueblito del centro de Portugal, poco después que César, su hermano gemelo. Tenían muchos hermanos, un padre juez, una madre señora, una familia católica, monárquica, ligeramente noble. Cuando los mellizos cumplieron 18, se fueron a Coimbra para estudiar Derecho; cuando se recibieron, entraron, comme il faut, en el servicio diplomático.
Aristides de Sousa tenía todo para vivir una vida placentera, olvidable. Se casó con su primera novia, se puso a hacerle hijos –llegaron a 14– y fue encadenando destinos consulares. Su carrera no terminaba de despegar: no siempre era discreto. En 1919, en Río de Janeiro, lo suspendieron por renegar de su Gobierno liberal; en 1923, en San Francisco, por pelearse con sus empleados. Estaba estancado, hasta que la historia vino a su rescate: el 28 de mayo de 1926 un general Gomes da Costa se levantó contra la república e instauró las bases del Estado Novo fascista cuyas proclamas católicas y nacionalistas le sonaron a gloria. Además, su profesor António de Oliveira Salazar era ministro de Finanzas; poco después sería presidente vitalicio.
Nadie sabe bien qué le pasó: por qué ese señor inquieto pero serio, fascista convencido, se fue del otro lado. Algunos dicen que fue amor.
En 1929 Sousa fue nombrado cónsul en Amberes y allí vivió 10 años casi calmos; en 1939 lo transfirieron a Burdeos. La guerra amenazaba, los acosos. El presidente americano Roosevelt convocó a los Gobiernos europeos a una conferencia en Evian para convencerlos de recibir refugiados; ninguno le hizo caso. Miles de judíos centroeuropeos rodaban por el continente, escapando. Portugal podía ser, para muchos, el puerto de embarque para completar su fuga a América, pero en noviembre de 1939 sus autoridades mandaron una circular –la 14– a sus cónsules diciéndoles que no debían emitir, sin consultar, visas a “apátridas, rusos y judíos”.
Todo se precipitaba. En junio de 1940 los alemanes avanzaron sobre Francia y cundió el pánico. De pronto, miles y miles de refugiados desbordaron Burdeos; buscaban cómo huir, y se corrió la voz de que el cónsul portugués les daba visas.
“Si tengo que desobedecer, prefiero que sea una orden de los hombres y no una del Señor”, dijo entonces de Sousa.
Y desobedeció: “A partir de ahora daré visas a todos; ya no hay nacionalidades, razas o religiones”, dijo. Se discuten las cifras exactas, pero se sabe que en esos días de junio, febriles, terminantes, Sousa entregó entre 10.000 y 30.000 visas a judíos fugitivos, que les salvó las vidas.
Su Gobierno lo suspendió, lo juzgó y lo echó del servicio. Pero honró aquellas visas: un papel sellado era, todavía, un compromiso. Aristides de Sousa murió en 1954, arruinado; recién en 1966 el Yad Vashem –Memorial del Holocausto, en Jerusalén– lo declaró “justo entre los hombres” y plantó 20 árboles para su memoria.